Hace unos meses, en el espacio de La Cultureta de Onda Cero, donde Alsina, rindieron un homenaje a la figura de Francisco Ibáñez, contando con la presencia del actor Carlos Areces, que resulta ser uno de los mayores coleccionistas de Mortadelos que hay en el mundo. En la entrevista que le hicieron a Areces hablaron de su pasión hacia la obra de Ibáñez y, en un momento dado, contactaron con el maestro, que estaba en casa, dibujando sobre su tablero, como siempre, incesante. Su voz era la del hombre divertido y risueño que siempre había sido, que llevaba una vida totalmente oculta tras la montaña de viñetas realizadas. Y así quería seguir.
Supongo que así es como se ha marchado, dibujando. Cuando me llegó un whatsapp en uno de los grupos en los que estoy en el que se me informaba que había muerto Ibáñez lo primero que pude escribir es un noooooo enorme, y tras entrar en internet y confirmar que así era, empezó a surgir de la mente de mi personaje de cómic un bocadillo lleno de cerditos, puaghs, asteriscos y demás simbología que denota ira sin fin. A sus 87 años la muerte es algo que se le acercaba, a él y a todos los que estamos vivos, pero Ibáñez era alguien tan tan especial que uno pensaba que no llegaría ese día. Somos millones de personas en España, muchos millones, la inmensa mayoría, los que nos hemos reído como locos con sus viñetas, devorado los comics que no dejaba de crear y soñado con acumular el tesoro que Carlos Areces tiene en su casa. En las crónicas de este fin de semana, a la muerte del maestro, se repiten una y otra vez escenas de la infancia que nos son comunes a todos. Ese nerviosismo cada vez que salía un ejemplar nuevo y había que hacerse con él, ese portarse lo mejor posible para que en navidades cayera unos cuantos, o el premio gordo, que para todos los niños no se llamaba lotería, sino SúperHumor, uno de esos libros gordos bien encuadernados que eran el trofeo que se exhibía como lo hizo ayer Alcaraz en Wimbledon. Comentaba Suanzes ayer que, cuando era crío, el caía uno en navidades y otro el 1 de agosto, las dos fechas más míticas de su infancia, y todo por Mortadelo y Filemón. Como niño muy petardo que fui, sólo pedía a mis padres dos cosas de regalo; TENTE y Mortadelos. Los primeros eran para hacer construcciones, la gama barata española de unos carísimos LEGOS, y lo otro era el sumun de la diversión. Muchas veces mi madre me ha recordado como, con los mortadelos, me iba al cuarto, los deglutía sin casi respirar y lo único que se oía eran risas, grandes risas, ajenas a si había visita en casa o no, o si mis padres veían la tele o cualquier otra cosa. Era yo en un mundo de diversión absurda, total, descontrolada, en el que cada viñeta era un prodigio de color y efectos, y por todas partes surgían gags sin parar. La historieta tenía un guion, una idea general, pero en cada momento nacían nuevos chistes que eran geniales, y debajo de los pies de los personajes aparecían gusanillos que tenían su propio momento cómico, y así sin parar. Comentaba ayer una columnista que en su infancia los mejores recuerdos surgían, paradoja, de los momentos de enfermedad. Los pasaba en la cama, con muchas mantas, dolor de cabeza y algo de fiebre, pero la gracia estaba en que, cuando se ponía enferma, sus padres le compraban mortadelos para que pasase el rato, y ahí, entonces, ese lecho del dolor se convertía en el paraíso de la risa. Como niño que también se ponía enfermo, a mi también me pasaba eso, y me recordaba ayer mi madre que, por ejemplo, cuando me operaron de filmosis, y las curas en Bilbao fueron dolorosas, me compraron un SuperHumor de manera extraordinaria, de tal manera que, ahí, con mi cosa doliéndome mucho, sólo me importaba lo que los personajes de aquel adorado libro hacían, lo que a ellos les dolían los porrazos que se pegaban en cada uno de sus frustrados intentos de investigar lo que fuera. De esa operación recuerdo las grúas del Euskalduna al fondo, al llegar a un Bilbao gris que ahora sería distópico, las posteriores inundaciones semanas después y el SúperHumor.
Como Ibáñez nos ha hecho reír a millones con sus dibujos y bocadillos, la crítica nunca le ha considerado como el Cervantes moderno que era, creador de un Don Quijote y Sancho en versión cañí tan cachondos como certeros. No le hemos dado el Príncipe de Asturias de las letras, no hemos inaugurado bibliotecas ni colegios con su nombre, no le hemos dedicado avenidas como se merecía, porque sólo hacía reír, porque sólo había conseguido que, en el país en el que discutimos por todo, lo único en lo que somos unánimes es en que Mortadelo y Filemón son geniales. A su muerte los lloros y loas son sinceros, absolutos y, ya, poco útiles. En vida no recibió las distinciones debidas. Todo muy propio de cómo se gestiona la TIA de nuestra nación. No hay palabras para agradecer todo lo que Ibáñez ha hecho por nosotros
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