Acudir a un evento que vive en gran parte de la nostalgia es algo arriesgado, porque uno va con expectativas y recuerdos anclados que son una rémora a la hora de valorar lo que ve. De hecho, existe una cierta sensación, que me pasa, de eludir estos eventos para evitarme chascos. Las tres pelis de la nueva trilogía de Star Wars son buenas, mejores que los episodios I a III, pero beben mucho, mucho, demasiado, de la trilogía clásica, y eso es una tara que no son capaces de soportar. Indiana Jones IV resultó ser la peor de la saga con diferencia, entre otras cosas, porque incluir a un personaje que aspiraba a ser un nuevo Jones, y que se quedaba en nada. Al saber que este verano estrenaban Indiana Jones V me entraron sudores fríos.
Se presentó en Cannes, y tuvo críticas flojas, lo que a priori me elevó las ganas de ir a verla, porque desde hace bastante tiempo lo que viene con el marchamo de bueno en festivales parece directamente concebido para echar a la gente de las salas. Acercándose el fin de semana del estreno empecé a preguntarme si iría o no, y una de las bases de la duda es lo que les comentaba de que tenía miedo a asistir a otra decepción. El sábado por la tarde, agotado tras un largo paseo en bici por la mañana, decidí que, qué narices, si es mala que no me guste, y si es buena que sí. Acudí a una sala, pagué la carísima entrada (más de 11 euros) y me senté en la butaca junto con el resto del aforo, aproximadamente tres cuartos de entrada en un Madrid soleado, caluroso y abarrotado con motivo de las festividades del orgullo. Casi tres horas después, de las cuales unas dos y media son de la peli, salía del cine con una sensación satisfactoria. Los miedos que llevaba se habían ido diluyendo a lo largo de una película, precedida por una larga obertura, que juega con la nostalgia, como era de esperar, pero no carga las tintas, y que afronta de la manera más lógica posible el envejecimiento del héroe. Harrison Ford está mayor, lo sabe él y lo sabe el espectador. En la introducción, ambientada en el final de la IIGM, se utilizan efectos digitales para rejuvenecerlo. En El Irlandés, de Martin Scorsesse, ya se usó esa tecnología de manera intensiva, con resultados que fueron polémicos. Aquí las cosas son más creíbles, y si uno da por sentado que lo que ve es a Indiana de joven tiene ante sí un intenso episodio lleno de nazis y trenes, lo que garantiza emoción. Concluido el interludio, la película comienza en la época en la que se ambienta, 1969, con un Indiana viejo, decrépito, mayor, que se jubila de su puesto de profesor en una universidad neoyorquina en la que nadie del alumnado le hace caso. A partir de ahí surge una trama en la que, achacoso, el héroe tendrá que coger nuevamente el sombrero, pero sabedor de sus limitaciones, llevado muchas veces en volandas por los acontecimientos, y dominado en no pocas escenas por “Wombat”, la protagonista femenina, encarnada por Phoebe Wallace-Bridge con todo el brío y calidad propios de la estrella de la interpretación que es. Este personaje adora la arqueología, como Indiana, pero para sacarle rédito, ganar dinero, hacer negocio, sin respeto alguno al valor de las cosas y con la idea de medrar a cuenta de los pedruscos que encuentra por el camino. Es interesante el planteamiento que se muestra entre ambos en todo momento, dándole un juego a la película bastante interesante, y mostrando que Indiana no sólo está mayor en edad, sino en filosofía, que proviene de un mundo ya superado en el que la tecnología y la riqueza han convertido al mundo arqueológico no en una disputa entre expertos, buenos o malos, sino en un mercado en el que el mejor postor se lo lleva todo. La trama del filme es sencilla de llevar, teniendo numerosos episodios de persecuciones y acertijos en el juego de pistas que se convierte toda película de Indiana para llegar al punto culminante, que contiene una interesante sorpresa. El villano de la trama es encarnado por Mads Mikkelsen, otro gran actor que le da mucho juego a su papel y consigue dotarle de credibilidad. Hay, por cierto, una vertiente muy siniestra en el diseño de su personaje que, me da, no habrá sido vista con buenos ojos por parte de la NASA y los creadores de la carrera espacial norteamericana, pero que le otorga mucha más verosimilitud.
El final de la película es un homenaje a la familia de Indiana, es un reencuentro con el pasado perdido y la llega del héroe a la Ítaca soñada, con Penélope también envejecida, pero expectante como la joven que teje y desteje. Tiene un tono sentimental muy logrado y consigue emocionar el espectador. El metraje es largo, como se lleva ahora, pero disfrutable. La película no está a la altura de los grandes episodios, I o III, pero sí por encima del IV, y hace que uno salga satisfecho de lo que, probablemente, sea el final de uno de los grandes personajes de la historia del cine. La BSO de John Willimas sigue siendo portentosa y el trabajo de Mangold a la dirección, que no es Spielberg, es muy bueno. Una gran película de aventuras para una tarde de verano. Un buen plan.
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