La escena es de lo más habitual. Un periodista cultural, en este caso Carlos del Amor, entrevista a un escritor consagrado, el colombiano Héctor Abad Faciolince, en una terraza de verano, diría que en el Paseo de Recoletos de Madrid. Calor, camisas, bebida y conversación en una tarde calurosa de estío. Pero ahí se acaba la normalidad. La relación entre ambos es cordial, íntima, pero les une la tragedia que el escritor acaba de vivir, que trata de relatar la periodista de la manera más fría y serena posible, pero con la sensación de que está hoy en Madrid de milagro, como de prestado, de que por muy poco no pertenece ya al mundo de los vivos.
Hace una semana la escena era relativamente similar, aunque con algo más de bulla, en la terraza de una pizzería en Kramatorsk, Ucrania. Allí Faciolince había acudido para mantener contactos con escritores locales y expresarles su apoyo en el devenir de la cruel guerra de agresión rusa. Pocos días antes había tenido lugar la asonada de Prigozhin y, a buen seguro, las posibles consecuencias de ese episodio y sus efectos en los combates dominaban las conversaciones. Y, de repente, el mundo cambió. Imagino un ruido fino, producto de algo muy veloz que se acerca por el aire, y luego el estruendo brutal fruto del bombardeo ruso que asoló el restaurante y aledaños. Faciolince, conmocionado, logra salir de allí cubierto de polvo y heridas superficiales, en las que gotea sangre propia y de otros heridos que se encontraban junto a él. Una de las anfitrionas del encuentro, la escritora ucraniana Victoria Amelina, yace inconsciente entre los escombros de lo que, hasta hace apenas segundos, era un animado local de restauración. Las asistencias que llegan al lugar tratan de ayudarle a ella y el resto de heridos, comprobando quienes entre los que yacen en el suelo, entre ruinas, ya no son sino cadáveres. Victoria está viva, pero mucho peor de lo que parece, y la trasladan a un centro médico de las proximidades para tratar de auxiliarla. Casi nadie en ese momento es capaz ni de hacer balance de lo sucedido ni de entender nada, sólo pueden dar gracias, los que están vivos, por así seguir, pero los cuerpos desmembrados que jalonan el local muestran la dimensión de la carnicería que allí se ha producido. Entre cinco y diez fallecidos son mencionados por las primeras crónicas periodísticas que relatan el nuevo ataque ruso a la castigada ciudad ucraniana, el enésimo lanzado contra la población civil por parte de las crueles fuerzas de Putin. Quizá el dictador ruso, aún herido en su orgullo por la asonada del sábado, quiere resarcirse mostrando sangre de ucranianos para que quede claro que puede matarlos cuándo y cómo le da la gana. Quizás el ataque estuviera preparado de antemano. Quizás lo hicieron los rusos simplemente por hacer el mayor de los daños posibles allí donde sabían que se congregaba gente sin escapatoria. Sea como fuere, Faciolince acaba de convertirse en superviviente de guerra y en víctima de un trauma. Las siguientes horas son de asimilación, de sentarse sólo, fríamente, y temblar por sentir que la muerte le ha rozado y a otros que junto a él estaban se los ha llevado, y que ha querido la suerte que él no esté entre los sacrificados. La suerte de victoria Amelina se juega en un centro hospitalario, pero la espera no dura mucho. La escritora fallece apenas tres días después del bombardeo, fruto de las heridas sufridas. Una prometedora carrera literaria, una voz de aquella nación, se apaga para siempre, y ya no producirá textos ni sentirá, ni vivirá, ni reirá ni amará, como miles y miles de compatriotas, asesinados en la guerra que Putin no deja de sostener contra ello. Faciolince le dedica un artículo como obituario y sigue sintiéndose afortunado por seguir vivo, pero sin entender nada de lo que ha pasado.
Ayer, a Carlos del Amor, Faciolince le cuenta un hecho estremecedor que, puede, le condicione para siempre. Al parecer es un poco sordo de un oído, y respecto a la posición en la que se sentaron originalmente en la pizzería, pidió trastocar los sitios con la escritora Amelina para poder escuchar mejor. En la posición en la que se sentó Faciolince tras el cambio se salvó y en la que quedó Amelina murió. Un cambio de sillas inocente, inocuo, que la maldita fortuna convirtió en el juego de la ruleta rusa. Sin ese movimiento Amelina estaría viva y el escritor colombiano sería el fallecido en ese escenario. La muerte, cruel, lanzada por el ejército ruso, jugó sus cartas con los humanos que en ese momento cenaban, y Faciolince jamás podrá evitar pensar hasta qué punto es absurda la vida que vivimos, que en nada se convierte en esa misma nada.
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