El director Christopher Nolan es un obseso de la perfección, y en cada una de sus obras busca construir la que quede como referencia para el género. Lo ha hecho en el cine de superhéroes, en el de acción y en la ciencia ficción. Sus películas disfrutan en la complejidad, en trucos de tiempo y en no permitir descanso alguno al espectador. Hasta ahora todas sus obras han sido ficción y, aunque Dunkerke se basa en hechos reales, sus protagonistas han sido inventados, seres que no han existido y le han dejado enorme libertad para crear. Salvo Tenet, su filmografía me parece un logro y va camino de ser referencia. Quiere ser el Kubrick de nuestra era.
Para su última obra Nolan no se ha ido a un mundo de fantasía, sino que ha cogido un enciclopédico libro de memorias escrito por dos expertos, que aún no me he leído, y se ha embarcado en la vida de Robert J Oppenheimer, el conocido como padre de la bomba atómica de EEUU. El riesgo que abordaba en este trabajo era enorme, porque someter a un director acostumbrado a la fantasía a los rigores de una historia conocida, llena de personajes famosos a lo largo de parte del siglo XX es la vía más segura para que una forma de trabajar se estrelle contra los muros de la realidad. La expectativa que había en torno a la película aumentaba la sensación de vértigo, la posibilidad de que el estilo Nolan se diera de bruces contra algo que no es a lo que acostumbra. Ya les puedo anticipar que no tengan miedo a este respecto, porque el director sale triunfante de su arriesgada jugada, entre otras cosas porque trata muchas escenas de la realidad histórica con la extraña y compleja manera con la que aborda los viajes espaciales o los sueños anidados. Las tres horas que dura la cinta, rodada en película, por lo que el término “cinta” mantiene todo su significado, son un exigente examen al espectador, que no tiene tiempo para aburrirse en lo más mínimo, que no puede desconectar porque en todo momento se le suelta información relevante, y que siente que la película podía haber sido mucho más larga aún si el estudio se lo hubiera permitido. Tres son las historias que, en la práctica, se cuentan en paralelo durante la trama; La comisión del Congreso de EEUU que estudia avalar a Lewis Strauss, responsable de la agencia de seguridad nuclear del país, como miembro del gabinete; la comisión que investiga las actividades filocomunistas de Oppenheimer con el objeto de si corresponde retirarle la acreditación de seguridad que le permite seguir participando en el desarrollo de armas y tecnología nuclear y el propio proceso de construcción de la bomba en Los Álamos, como una de las partes decisivas del proyecto Manhattan. Cada una de estas historias se desarrolla en un momento del tiempo distinto, de más cercana a la actualidad a más lejana según las he ido presentando, pero al igual que hiciera en Dunkerke, Nolan las solapa y mezcla dando la impresión de que se llevan a cabo de manera simultánea, lo que permite contemplar la experiencia del protagonista de la película no de una manera lineal, sino como un conjunto de bucles que se entremezclan y aportan toda la complejidad posible. Probablemente son las tramas no relacionadas con Los Álamos las más desconocidas para el espectador, que sí sabe algo de la bomba y del resultado de la prueba (Trinity) y de sus consecuencias, y también son las que se pueden hacer más áridas por sus diálogos complicados y la sobreabundancia de nombres, testigos, intervenciones y cruces de parlamentos entre todos ellos. En parte hay momentos en los que estamos en una película de juicios de las que tanto les gustan a los norteamericanos, y algo no nos encaja con lo que esperábamos ver, pero si el espectador es paciente irá componiendo el puzzle que Nolan le muestra y podrá comprobar hasta qué punto las piezas encajan. Tras ello, la figura del Oppenheimer aparece con todas las aristas posibles y asistimos a su transformación personal de una manera como muy pocas veces una película ha logrado retratar. El resultado asombra.
Técnicamente perfecta, sin efectos digitales, con una música constante que puede volverse por momentos machacona, y un sentido del ritmo exagerado, sin descanso alguna, la película es excelente. El reparto trabaja de una forma soberbia, con Cillian Murphy erigido como protagonista absoluto y Robert Downey Jr como el robaescenas perfecto, dando una lección soberbia. Ellos y ellas dan lo mejor de sí en una película que avasalla, en la que el momento culminante, el de la prueba, es de los pocos en los que el silencio es el dominante. La explosión, real, no nuclear, filmada, se plantea no como el culmen, sino como el punto de inflexión de la vida del protagonista. Si disponen de tres horas no lo duden. Eso sí, probablemente salgan agotados.
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