De entre todas las noticias que pueblan la actualidad ha habido una social que esta semana ha logrado escalar hasta lo más alto del debate en cafés, comidas y demás eventos diarios, que son los que definen el día a día de una sociedad. Se trata el hallazgo del cadáver de un hombre que llevaba quince años muertoo en su casa y a quien nadie había echado de menos. Las lluvias de la DANA Allice provocaron la inundación de la terraza de un edificio en Valencia y la gotera chorreante por varios pisos del bloque. Al acceder al último piso del edificio, justo debajo de la terraza inundada, quienes lo hicieron se encontraron un cadáver casi momificado en un dormitorio convertido en una especie de palomar improvisado.
El hombre se llamaba Antonio Famoso, y ha hecho honor a su apellido después de una vida sometida a un final de vacío espeluznante. Divorciado, con dos hijos de los que se distanció cuando eran muy pequeños, murió a los 86 años, en 2010, en plena crisis financiera global. El rastreo de los que permanecen vivos y llegaron a conocerle, realizado por los medios de comunicación tras el surgimiento de la noticia, ha permitido crear un perfil algo más detallado de una persona de aparente normalidad absoluta. Tras el divorcio Antonio se dejó ir, como señalaba alguno de los residentes por la zona que solían verlo pasear. Iba reduciendo sus apariciones y su aspecto se estropeaba poco a poco, como el de alguien que, tras perder lo que le impulsaba, se va frenando, y es la inercia menguante lo que le permite seguir avanzando. Saludaba a quienes se encontraba, pero no mantenía conversaciones. Correcto, distante, los lazos con su entorno eran mínimos. Es probable que llevara una vida tranquila, anodina y sin sobresaltos, triste. Y, sin duda, solitaria. A su muerte, mejor dicho, tras dejar de ser visto lo poco que ya era en el entorno, algunos pensaron que se habría marchado a una residencia, o a otro lugar, o que se habría recluido voluntariamente, quién sabe. En todo caso Antonio dejó de ser visto y nadie lo echó realmente de menos. El vacío en el que vivía se hizo total y la luz se apagó, real y metafóricamente, hasta esta semana, en la que la sorpresa ha sido mayúscula. El sistema burocrático en el que vivimos no ha detectado la muerte de Antonio, como es lógico, y seguía cobrando su pensión, lo que le permitía pagar los recibos domiciliados. Evidentemente no cogía el teléfono si le llamaban, y los comerciales pesados de cada día acabarían por ficharle como el peor de los engañables posibles, y hasta ellos le dejarían en paz. Como ya no se recibe apenas correspondencia su buzón no se llenaba de cartas, y la comunidad retiraba la publicidad que, muchas veces, es lo único que nos llega a ese punto de referencia. No compraba por internet, y por lo visto las revisiones técnicas de su instalación de gas o de cualquier otro suministro no eran lo frecuentes que indica la normativa, dado que nadie accedió a esa casa. La vida biológica de Antonio se detuvo de manera definitiva pero la relacionada con su persona jurídica no, y eso muestra lo implacable que puede ser la burocracia cuando se pone en marcha, y que su inercia no sufre efecto de rozadura alguna que la frene. La sorpresa de quienes encontraron los restos de Antonio debió ser enorme, y más dado que su habitación tenía la ventana entreabierta, así se quedó hace quince años, y desde entonces palomas y otras aves habían tomado posesión de la habitación, convirtiéndolo a la vez en el sueño y pesadilla de un ornitólogo, una escena digna de película de Tim Burton con cadáver incluido, que tenía todos los ingredientes para revolver el estómago del más aguerrido. Tras el hallazgo, se ha visto que los vínculos de la vida de Antonio con los demás eran realmente débiles, casi inexistentes. Un encierro voluntario hubiera bastado para romperlos del todo y dejar al hombre solo hasta la nada absoluta. Fue la muerte lo que lo logró, pero hubiera bastado un grado más de misantropía en su vida para conseguir el mismo efecto de huida de la realidad en vida que el logrado tras su fallecimiento.
Antonios no hay pocos, cada vez más, de hecho, y todos los que vivimos solos en nuestros pisos corremos el riesgo de acabar así, deslizándonos por una pendiente en la que la soledad sea cada vez más nuestra compañera. La biología hace que parientes y amigos vayan abandonando nuestras agendas, a las que llega una edad en la que la poda es superior al rebrote, y se van extinguiendo. Espero que no me suceda, pero más de una vez he pensado, si se produce una desgracia y, pongamos, me muero durmiendo en la cama, cuánto tardarían en darse cuenta el entorno de mi ausencia. En época laboral como la presente, intuyo que poco, pero ¿y en un futuro de retiro? Sí, un pequeño Antonio está presente en nuestras cada vez más solitarias vidas.
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