Ayer por la tarde, en compañía de una buena amiga, visité una exposición fotográfica en el Museo Reina Sofía, museo más conocido últimamente por la controversia que causa la posición de sus directoras y su gestión cultural que por la labor estrictamente expositiva. La exposición es bonita, aunque ambos echamos en falta que aquellas imágenes que reflejaban paisaje so edificios no estuviesen localizadas, impidiendo así poder hacerse uno a la idea de que lugar era el retratado, cual es su contexto, y si alguna vez nos habíamos situado en él o no.
Tras ver los cuadros fuimos a la cafetería del muso para tomar algo, y como no podía ser menos tratándose de un museo de arte moderno, la cafetería era muy de diseño vanguardista, de esos que a uno no le dejan indiferente, aunque si te piden describirlo te quedas un poco cortado. Muchos colorines, cristales y mesas extrañas en un edificio situado en la parte lateral de la ampliación de Jean Nouvell, ampliación que, como yo señalé, no ha sido publicitada ni en fotos ni en cartelería casi en ningún lado. ¿Por qué esa falta de marketing, de ganas de vender? Seguro que de tratarse de ese mismo edifico en, por ejemplo, París o Kuala Lumpur se habría convertido ya en un referente, en una imagen familiar de fotografías, anuncios, etc. Quizás lo que ocurre, aunque de esto se poco la verdad, es que los museos de arte moderno se enfrentan a un enorme problema, y es que, en general (y es mi opinión) las obras de arte calificadas como “modernas” no logran emocionar al espectador. Uno ve un Velázquez, o un Monet, o un Tizinao, y se siente interpelado por el cuadro, le surge un sentimiento, más o menos intenso, pero algo. Al ver a Warhol o a Rotko muchas veces surge esa idea de “eso podría hacerlo hasta yo” o similares, habitualmente repetidas a los sobrinos o a los hijos (depende de la edad del interpelado). Y eso quizás porque al emoción que recibe el espectador de al obra no es suficiente. De esta forma, los museos pierden parte de su atractivo, y han encontrado como solucione el convertirse ellos mismos en piezas de diseño, en objetos de exhibición. Es el llamado efecto Guggenheim, que con su sede de Bilbao como referente a extendido la moda de los museos (y en general, edificios públicos y privados de gran volumen) como elementos icónicos. Todo el mundo quiere su Guggenheim, toda ciudad lucha por logar algo así, y eso es difícil, y se corre el riesgo de banalizar no sólo el interior sino, a la larga, al propia sede del museo. ¿Cuál será la imagen del Guggenheim dentro de cien años? ¿Seguirá gustando? ¿Será un clásico o se considerará como una horterada típica de aquella época?
En fin, la verdad es que todo esto es muy interesante, pero ayer con mi amiga hablé poco de estética y filosofía, y sí mucho de asuntos más prosaicos, laborales y, desde luego, poco relacionados con el arte y la “emoción”. Sin embargo, al contrario que las obras que no emocionan o los edificios que se ahuecan, ayer pude comprobar como una mente despierta y vitalista es capaz de irradiar optimismo, alegría y ganas, y que ante una personalidad que sabe lo que quiera, que conoce lo que aspira y siente lo que le rodea, el resto del mundo no es más que un ramillete de oportunidades ante sus pies. En definitiva, una buena y muy completa tarde en el museo.
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