Esta semana los trenes son noticia, y no precisamente por nada bueno. Al desastre de las obras del AVE en Barcelona, por el que cientos de miles de ciudadanos sufren penurias cada día y por el que ningún político del gobierno central o la Generalitat tendrá la mínima vergüenza de largarse a su casa para no volver más, se han sumado las imágenes de la agresión racista cometida por un salvaje en un tren, también en Barcelona (ya es casualidad, para un convoy que funciona...) y que han dejado a la opinión pública bastante impactada, aunque aún debiera estarlo más, creo yo.
El sujeto, que se llama Sergi Xavier Martín Martínez, en unas declaraciones que, lejos de exculparle, le complementan de manera absoluta, ha dicho cosas del tipo “No sé lo que pasó, iba borracho y punto” y ""Se me ha ido la olla pero mucho". Todo un ejemplo de argumentación y solidez intelectual. Seguro que sus familiares dicen que es un chico muy majo y agradable, y que esto “sólo es una trastada” o algo por el estilo, pero las imágenes muestran a alguien muy seguro de sí mismo, que no se tambalea, ni oscila, y que tiene todo el aspecto de estar contando por el móvil a sus amigos la “hazaña” que está cometiendo, él, el más chulo del barrio, el más fuerte. Como muestra de cómo funciona este país, sus trenes y su justicia, la fiscalía no se personó en la causa inicial, y el pajarito está ahora en libertad sin cargos. Ahora, tras el escándalo, el Ministerio Fiscal ha dicho que va a ser implacable, pero podía haberlo sido hace unos o dos días, en vez de estar mirando al techo o haciendo otras cosas más inconfesables. Sin embargo quiero seguir fijándome en las imágenes, porque hay una cosa que me asombra y asusta considerablemente. En ellas, mientras la joven ecuatoriana ve aterrada como ese sujeto se ensaña cada vez más, se aprecia a la derecha de la imagen de otra joven que asiste impertérrita a todo la escena, desarrollada toda ella en un vagón que, por lo demás, está completamente vacío. Ayer en algunas tertulias y artículos se denunciaba que esto demuestra de la insolidaria sociedad en la que vivimos, en al que cada uno pasa de los demás, y cosas por el estilo. Reflexiones ciertas, sí, pero que en este caso exhalan más moralina que realidad, porque si habitualmente la masa actúa amparada en el anonimato, como una horda muchas veces, es en la soledad donde se demuestra la valentía (o el miedo) de cada uno de nosotros, y aquí la debilidad aflora por todas partes.
Es decir, preguntémonos cada uno, sinceramente ¿qué hubiese hecho yo, sólo, en esa situación? ¿Hubiera defendido a quien lo necesitaba y actuado contra el malvado? ¿O me habría quedado quieto, probablemente asustado, deseando que aquello pasase sin que yo recibiera golpe alguno? Yo, haciéndome ayer esta pregunta, me contestaba que, con un alto grado de probabilidad, me hubiera acobardado, me habría sentido atemorizado y me hubiese quedado sentado en la silla como la acompañante de la imagen. Ojala en ese momento me saliera la vena de héroe, de ciudadano en este caso, pero tengo muchas dudas. Y eso no es moralina, es el miedo, que alienta a esta gentuza a actuar, y que sólo una justicia rígida y dura puede controlar, y garantizar a los ciudadanos temerosos la seguridad. Vaya papeleta.
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