Sí, se acabó lo que se daba, las terrazas empiezan a declinar de noche porque la temperatura cae con ganas una vez que se pone el sol, cosa que hace cada vez antes. Quizás haya sido este puente de Octubre el último de terrazas por todas partes en Madrid antes del invierno, porque ha hecho tan bueno de día que animaba a sentarse a la fresca, o al sol indirecto. Por ello, este Viernes me decidí a pasear por la noche y sentarme en una de ellas, para aprovechar los últimos coletazos de esa sana y bonita tradición de la mesa callejera.
Estaba allí sentado cuando parecieron un grupo de tunos y, juntando tres mesas, se pusieron muy cerca de mi, pudiendo verles tocar y oír muy bien, quizá demasiado. Cosa rara esto de los tunos, un gran amigo mío perteneció a una tuna en su época, pero esa ha sido mi única vinculación con ese movimiento, y no deja de parecerme una cosa un poco extraña, con las ropas que llevan, que les dan ese aspecto de recién salidos de una novela de espadachines de, por lo menos, el siglo XVIII. Estos que pude ver tocaban bien, y por lo que entendí eran de Badajoz, aunque no se si es que estudiaban allí o provenían de la ciudad. Empezaron con temas serios pero acabaron degenerando en canciones de gasolinera, como, literalmente, “Me despido como decía Unamuno, como decía Unamuno, no serás una tía completa hasta que no te folle un tuno “. Bueno, como refrescaba lo suyo me levanté y me fui a casa. La noche del Sábado, visto que hacía aún más fresco que el Viernes, decidí tomar algo a cubierto, y acabé en un Starbucks, con un enorme, aunque caro, café, y un libro, y casi tirado en un sofá, que hubo suerte y pude pillarlo. Pero esta vez también tuve algo de animación nocturna, aunque de otro tipo. A mi derecha había un grupo de veinteañeros, cuatro chicas y un chico que estaban hablando tranquilamente y, cada uno en sus brazos, acunaban unas muñecas. No pude evitar fijarme en la escena. Uno de los chicos era novio de una de ellas, o al menos como tal le besaba y miraba, siendo ella junto con otra amiga dos chicas muy gordas. Les acompañaban otras dos, una pequeñita y otra muy alta y delgada, que aún lo parecía más contraste con las amigas. Las muñecas no eran tipo Barbie ni Bratz. Más bien parecían media góticas, pero tampoco muy exageradas. Si eran grandotas, más altas que una CPU de ordenador, de cabeza grande ojos saltones y largos y tersos cabellos de distintos colores, que ellas cuidaban y atusaban con mimo.
La chica gorda que no tenía novio sacó de su bolso un juego de cepillos y peines y, con un cariño de madre, no dejaba de quitarle ojo a su muñeca, de pelo negro liso, que llegaba hasta la cintura de la figura, y delicadamente le peinaba, y le limpiaba con pasión. Era una escena muy cándida, aunque algo surrealista. Hubo un momento en que la chica se abstrajo completamente de la conversación de sus amigas, centrada como estaba en la niña de sus ojos, y le tuvieron que llamar para sacarla del ensimismamiento. La verdad es que todas tenían una cara de felicidad completa, aunque en este caso no me atrevo a achacarlo a un precoz instinto maternal.
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