Llevamos ya casi una semana de revuelta popular en el Tíbet, extraño y misterioso país enclavado en el Himalaya, donde parece que lo único que hay son monjes budistas y serpas dispuestos a portear carga hacia el Everest por un nada módico precio. Las fuentes para saber lo que está pasando son varias, y la confusión es grande. Según los tibetanos son más de un centenar los muertos contabilizados hasta el momento, mientras que para las autoridades chinas apenas son unos pocos alborotadores los que han fallecido, víctimas de su inconsciencia y de la violencia que han desatado.
Realmente el conflicto en el Tíbet lleva muchos años, y la revuelta de la semana pasada se inició con motivo de la conmemoración del 49 aniversario de la ocupación china. ¿Por qué no han esperado al 50, que es un número muy redondo? Porque en Agosto los juegos olímpicos son en Pekín, y los ojos de todo el mundo ya han empezado a girar hacia Asia, logrando así concitar mayor atención por parte de los medios de comunicación internacionales pero, ay, poco éxito les auguro en su revuelta. Pese a sus esfuerzos, y a que creo que la razón les ampara, se enfrenta a un gigante en todos los sentidos. China es una férrea dictadura comunista, valga la redundancia, en la que el ejército a día de hoy sigue controlando todos los resortes políticos y sociales. Detenciones arbitrarias, censura, arrestos, prohibiciones, la vida política e ideológica de los chinos es lo más parecido a la nada, y cada vez contrasta más con el despegue económico que sufre esa sociedad, despegue planificado y organizado desde las altas esferas del gobierno. Soy de los que piensan, y por lo que veo somos pocos, que tarde o temprano China tiene que colapsar. No me refiero a un hundimiento económico, no, sino a que ese desarrollo en medios y bienestar se va acabar convirtiendo en una demanda de derechos y libertades, un poco a escala de lo que sucedió aquí con el final de la dictadura franquista. A medida que pasaban los sesenta y el crecimiento llegaba a la población comenzaron a intensificarse las manifestaciones, y el régimen se vió cada vez más acosado. Es cierto que esto hay que pasarlo por el tamiz de la sociedad china, cuyas creencias, valores y modos de comportamiento difieren completamente de la occidentales, pero intuyo, y espero, que ese día llegue por el bien de los chinos, que son los primeros que sufren esa dictadura. No olvidemos aquellas imágenes en la Plaza de Tian’anmen en 1989, en las que algunos valientes se ponían delante de los tanques y, pese a que no lo vimos, varios de ello fueron arrollados por las orugas. Aquella vez no pudo ser, el levantamiento fue aplastado cual primavera de Praga, y aún sigue la sociedad aletargada y atemorizada ante tamaño ejercicio de fuerza, pero ya caerá algún día el muro de bambú que acorrala al pueblo chino.
Pero para ese momento aún queda bastante, por lo que me temo que, en este caso, los tibetanos van a pagar el pato de la revuelta y no van a recibir apoyo ni solidaridad de ningún país. Algunos actores y buditas famosos, y no todos, les apoyarán, pero el músculo económico chino, el mercado que supone para las empresas occidentales, la oportunidad infinita de negocio que es ese país para los gobiernos e intereses internacionales contribuirá a apagar la revuelta tibetana. Los monjes huirán, algunos morirán, y todos nos callaremos y seguiremos comprando electrónica y productos de consumo a precios de risa sin interesarnos qué es lo que realmente se esconde detrás de esos telares, juguetes y demás objetos que llenan nuestras casas.
Felices vacaciones de Semana Santa. Hasta el Martes.
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