martes, marzo 25, 2008

Siempre llueve en Semana Santa

La Semana Santa es, me temo, un lugar abonado a las tradiciones. Si el calendario de este país se estructura en torno a montañas de citas llenas de pompa, tradición y folclorismo, lo de los días santos ya es la saturación. No hay pueblo, por pequeño y recóndito que sea, que no saque en procesión una antiquísima talla, siempre de valor incalculable, de, por ejemplo, San Apapucio de las llagas dolorosas, que desfila con motivo de una cruenta batalla, la liberación de la peste, o algo igualmente cruel, ocurrido en el pueblo ese hace mucho, mucho tiempo.

El cortejo de San Apapucio siempre es vistoso, está repleto de penitentes cubiertos con capucha, y se desarrolla en medio de un secarral que da pena verlo. Pues otra tradición que no puede faltar es que, tras meses de sequía absoluta, sin ver más gotas de las que se tiran desde el grifo al lavadero, empiece a chispear al salir la comitiva de San Apapucio de su parroquia. Como no, ese chispeo se transforma rápidamente en una aguacero fuerte, recio y a veces tormentoso. Y la comitiva de San Apapucio, persignándose y maldiciendo al cielo al que antes suplicaban, corre como una posesa para refugiarse debajo de algún tejadillo, maldiciendo su suerte, y viendo como los capirotes se doblan victimas de la cruel lluvia, que no ha podido escoger peor día para presentarse. Los vecinos del pueblo, congregados en el portalón de la iglesia o, más comúnmente, en los bares aledaños, no dejan de asombrarse de cómo es posible que, año tras año, sólo llueva al sacar la imagen de San Apapucio a la calle, con lo bien que le hubiera venido al campo esas gotas cerca de la Navidad, o en Enero, o en cualquier época del año, porque como nunca llueve siempre será bien recibida, y empiezan a preguntarse si no será el propio santo el que atrae la lluvia, o las llagas a las que hace alusión su nombre no serán otra cosa que goterones de una tormenta. En fin, se dicen, al menos para los cultivos si serán unos días santos, pero su gesto se tuerce al ver a los cofrades, ilusionados todo el año con el día de la procesión, y que, otra vez, se han tenido que ir a casa cabizbajos y llorosos sin poder desfilar. Los turistas, llegados al pueblo desde recónditos lugares, atraídos por esa guía que les ha recordado las filigranas que jalonan la cruz de San Apapucio y el origen de sus llagas, no saben ni donde refugiarse en medio del aguacero. Se dicen así mismos que esto es la Semana Santa auténtica, al albur de la meteorología y el fervor popular, sin esas cosas modernas de la ciudad, y se quedan encantados viendo la carrera de penitentes que huyen de la lluvia que, por momentos, se transforma en granizo.

La imagen, una vez que ha escampado un poco, se dirige veloz a su iglesia y allí se encierra nuevamente hasta el año que viene. San Apapucio, que ya echaba de menos su hornacina, piensa que es una pena que el único día del año en el que se acuerdan de él acabe siempre igual, con carreras, prisas y dolores en sus huesos, que no está para procesionar a ritmo de maratón, sino lento y pausado, como un vals. Mira a su jefe Dios y no encuentra otra explicación más que el agarrarse a la tradición, esa tradición que, en próximos años, volverá fiel a su cita, como está mandado.

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