La noticia de la semana que viene, salvo sorpresa, será la toma de posesión de Barac Obama como el 44 presidente de los Estados Unidos. Si no recuerdo mal será en torno a las 18:00 en España del Martes 20 cuando jure su cargo en las escaleras del Capitolio. Los fastos prometen ser de antología, con macroconcierto previo este Domingo, y al tiempo que llega el nuevo, se va el viejo. Bush se despidió ayer en un discurso televisado de un cuarto de hora en el que intentó defender su gestión interna e internacional, y dio la bienvenida a su sucesor en el cargo.
Resulta imposible en el espacio que dedico a escribir diariamente el poder resumir los avatares de la presidencia de George W. Bush, pero sucintamente se podría decir que lo que empezó mal acabó peor. Empezó mal con un recuento electoral en Florida en el otoño del año 2000 en el que se nos quedaron en la memoria unos ojos saltones con una lupa, intentando averiguar como diablos funciona el sistema de voto norteamericano. Un recuento que finalmente determino, vía judicial mediante, la victoria de George Bush hijo frente a Al Gore, un oscuro funcionario demócrata famoso en medios universitarios por ser el impulsor de lo que en los noventa se llamaron las autopistas de la información, embrión de Internet. Todos esperábamos una presidencia gris, introspectiva, y centrada en el país, pero el 11 de Septiembre de 2001, menos de un año después de la elección presidencial, el mundo cambió, y de que manera. A partir de ahí la presidencia gira hacia el exterior de una manera brusca, inicialmente con el apoyo de la comunidad internacional contra un Afganistán dominado por un conjunto de sátrapas y fanáticos criminales, pero después pone sus ojos en un desastre llamado Irak. La invasión de ese país, su justificación, errónea y malintencionada como se demostró a posterior, y la gestión norteamericana en suelo babilónico serán el principal recuerdo de la presidencia de Bush, que al contrario que su padre logró ser reelegido para un segundo mandato, en el que los atentados continuos en Irak, el desastre de la gestión del huracán Katrina en Nueva Orleáns, y el derrumbe financiero de este último año han acabado por hundir en las encuestas de popularidad a un Bush que en las últimas semanas trata en sus discursos de justificar su posición. Es muy pronto para saber si Bush es el peor de los presidentes que han pasado por la Casa Blanca, pero desde luego parece seguro que ocupará un puesto relevante en esa oscura sección del ranking presidencial. Su campechanía, cordialidad y trato personal amable, según dicen los que han estado en su presencia, no ha podido evitar la sensación de que, desde un principio, el cargo el quedaba muy grande. Puede que sin el atentado contar las torres y todo lo que vino después su paso por la presidencia hubiese sido gris y meramente de transición, pero ya se sabe que uno no puede escoger los acontecimientos que se suceden a su paso.
Es cierto que tras el 11S no se han producido nuevos atentados en territorio norteamericano, pero sí en el exterior. Bin Laden sigue sin ser capturado, Afganistán se desestabiliza día a día y sólo Irak parece entrar en una senda controlada. El conflicto de Oriente Medio estalla por doquier, aunque la actual guerra de Gaza se acabe este fin de semana, para que Obama jure sin bombas en la franja, y en general la imagen de Estado Unidos en el mundo se ha deteriorado a lo largo de estos ocho años, asociándose más a un penal en Guantánamo que a Hollywood o a Harvard. Pesada herencia internacional la que deja Bush a Obama.
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