Ayer por la tarde, gracias a la madre de la mujer de un compañero de trabajo, y esa cadena hace que sean tres las personas a quienes se lo deba agradecer, conseguí una entrada para el concierto de música clásica que tuvo lugar en la sala de cámara del Auditorio Nacional, concierto que constaba de tres piezas y era interpretado por un pequeño conjunto de piano, violín y violonchelo. La entrada registrada superaba los tres cuartos del aforo de la sala, y con una media de edad superior a la mía, me pareció ver que el resto de los asistentes disfrutaron tanto como yo del concierto.
Las tres obras eran distintas. El trío en La mayor Hoboken XV:18 de Haydn, de quien este año se cumple el doscientos aniversario de su muerte, es clasicismo puro. Uno se siente transportado a esos salones que aparecen en el concierto de año nuevo, llenos de espejos y se los imagina con caballeros y señoras espelucados hasta bajo, con la familia Esterhazy por doquier. Es una música amable, fácil de oír, y más compleja de lo que parece a primer oído. La segunda pieza era el trío nº1 en Re menos, opus 63 de Schumann es romanticismo puro. Alteraciones, saltos, carreras, momentos suaves y melódicos seguidos de arrebatadores arranques que hacían temblar a las cuerdas como posesas, me hacía imaginar un mar golpeado por una tormenta, con ráfagas fuertes que levantan grandes olas y momentos de claro en medio de la tempestad. Es una música más sentida que la den Haydn, menos “programada” y más complicada, aunque este adjetivo aquí está sujeto a muchos matices. Tras estas dos piezas tuvo lugar un intermedio breve, de un escaso cuarto de hora, y tras la señal de aviso volvimos a la sala para escuchar la tercera y última pieza, el trío en La menor opus 50 de Tvchaikovsky. Los músicos rusos son seres extraños. Hay veces que sus obras avanzan como una marcha militar, impasibles, rígidas y brutales, pero también son de los más dotados a la hora de escribir movimientos lentos, sensibles y delicados. Esta obra es larga, y tiene pasajes que me gustaron más que otros, pero yo destacaría principalmente la fuga, que se sitúa a los dos tercios de la misma, y el final, que yo esperaba ruidoso, combativo, “ruso” como una marcha, pero me sorprendió. Era un final con arranque, sí, pero en un momento el violín y el violonchelo se paran, se quedan en el aire los arcos y el piano languidece, se muere en tonos menores acompasados, caídos como un lamento que siente el fin de la obra, y curiosamente el clímax del concierto fue justo ese final íntimo, casi tímido, con pena de decir adiós. No había oído nunca esa obra de Tchaikovsky, pero su final es precioso, y me encantó, y por los aplausos que oí me pareció que no fui el único de la sala que opinaba así.
Desde el sitio en el que yo me encontraba, al principio de uno de los graderíos, de lateral, veía la espalda del pianista, su partitura y las manos cuando los brazos se extendían más allá del cuerpo del intérprete. Sus dedos se movían como diablos sobre ese mágico teclado de blancas y negras, y como cuando era un niño, no podía dejar de pensar en al magia que supone moverse sobre ese teclado y crear belleza, así, simple y sencilla belleza. Si miraba a la partitura tenía frente a mi la fría técnica, pero en sus manos estaba el arte, y en el oído el cálido placer. Y es que esto de la música, sea del tipo que sea, es magia, y yo al menos no concibo el vivir sin ella..... y ayer me alimenté.
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