A principios de año asistimos asombrados y con bastante ilusión a ese proceso que se dio en llamar “primavera árabe” que, tras la revuelta tunecina, tuvo su momento de máximo esplendor en la ocupación de la plaza Tahrir de El Cairo y el posterior derrocamiento de Mubarak y su régimen. Las imágenes de multitudes abarrotando la plaza, su actitud combatida pero no muy violenta, su empeño por zafarse de un dictador que llevaba décadas en el poder y su alegría tras la caída del tirano fueron seguidas en directo por todo el mundo. Tahrir prendió una mecha en todo el mundo, y desde entonces el hecho de tomar la plaza se ha extendido por Madrid, Nueva York y otras grandes ciudades.
Ahora, con el otoño meteorológico traspasado, parece que llegamos también a una especie de “otoño árabe” por seguir con la metáfora estacional. Salvo Túnez, donde prendió esta mecha y el proceso ha llevado a unas elecciones tan limpias como es posible en un lugar como aquel, sin tradición democrática alguna, Libia y Siria nos han mostrado la cara más cruel y despiadada de los levantamientos, con una guerra civil sangrienta y oscura en el país de Gadafi, de la que sólo sabemos que el dictador y su familia han sido ejecutados, y poco más. Ni balances de víctimas, ni estimaciones de muertos y heridos, ni desde luego idea alguna de hacia donde se encamina el país. En Siria, aprovechándose de su posición estratégica y de sus aliados, el régimen de Basar el Asad masacra día tras día a los ciudadanos que se levantan exigiendo reformas y democracia. Balances de una veintena de muertos cada fin de semana en distintas ciudades sirias se han convertido en rutina en los telediarios del fin de semana, y el riesgo de que se declare allí otra guerra civil es real. En todo caso la realidad demuestra que si uno tiene el poder no va a dejar lo sin más, y menos si lo ha obtenido y sostiene gracias a las armas. Las revueltas pueden arrojar dictadores al pozo de la historia, pero lograr hacerse con el control del país y destruir las estructuras de poder que el anterior régimen forjó es algo mucho más lento, complejo y difícil de lo que pueda parecer. Y Egipto, la joya de la corona, es el mejor ejemplo de todo esto. Tras la caída de Mubarak el ejército, la institución más valorada en el país, se ofreció a tutelar la transición para evitar un peligroso vacío de poder. Con los meses ha quedado muy claro que el ofrecimiento del ejército era tan desinteresado como una campaña comercial navideña. Con un enorme efectivo, tanto de tropas como de empresas y complejos de poder asociados, el ejército egipcio lleva meses controlando el país de manera férrea, llevándolo en apariencia hacia unas elecciones libres, pero logrando embridar todos los conatos de revolución y ahogando el incipiente espíritu de libertad que surgió tras la caída de Mubarak. Durante estas últimas semanas, ahogado entre los grandes titulares de las elecciones y la eterna crisis, el runrún de noticias sobre un nuevo levantamiento popular en Egipto ha ido subiendo de tono, en medio de detenciones y de un grado de violencia y de fallecidos que ni siquiera se alcanzó en las revueltas de inicio del año. Fue ayer para los españoles, con cierto retraso respecto al resto del mundo por la trifulca electoral, cuando 2lo de Egipto” volvió a la primera plana de los informativos.
Y lo hizo, nuevamente, con la imagen de la plaza Tahrir tomada por la multitud. La que fue rebautizada como plaza de la Libertad de El Cairo, ofrecía ayer, 22 de Noviembre, el mismo aspecto que en Febrero, cuando cayó Mubarak. Lonas, tiendas de campaña y miles de personas ansiosas por alcanzar la libertad soñada, que creyeron ya en sus manos a principios de año, pero que al final de este convulso 2011 se les vuelve a resistir. Parece que el ejército empieza a ceder en sus posiciones de tutela y control político, pero lo cierto es que, más allá de los necesarios símbolos, la conquista de la libertad es un arduo trabajo que lleva mucho mucho tiempo, como bien sabemos en España, y están comprobando en Egipto en carne propia.
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