Sigue pareciendo una imagen de fantasía la escena en la que el crucero osta concordia aparece completamente de lado sobre las aguas junto a al costa italiana. Un barco gigantesco, de 290 metros de largo y más de 110.000 toneladas de peso, semihundido gracias a lo que parece una absurda maniobra por parte del capitán al cercarse a la isla de Giglia para que los vecinos pudieran ver el mastodonte de cerca y para que el jefe de la cocina saludase a los familiares. Un sinsentido que de momento se salva con algunos muertos, varios desaparecidos y miles de afectados que han pasado el “crucero de su vida”, desde luego inolvidable
Pero no es en el accidente en sí, o en la mala gestión de la crisis vivida a bordo que han relatado los supervivientes en lo que me quiero centrar, no, sino en el capitán y su actitud que, atención, me parece poco sorprendente, aunque es aún más repugnante de lo que ustedes puedan creer. Me explico. Desde pequeño a uno le enseñan que en caso de hundimiento las mujeres y los niños son evacuados primero y que el capitán y el resto de la tripulación serán los últimos en abandonar la nave, si pueden. Diversas historias del pasado así nos lo relatan, y el caso del Titanic, el naufragio por antonomasia, conserva muchas leyendas, entre las que también se encuentra el que el capitán se hundió con su barco, no se si de una manera tan teatral como nos lo pinta la película, pero sí que, a fin de cuentas, no sobrevivió ni se peló con el resto por escapar. Es lo último que se espera de un capitán de barco, y cuando uno dice capitán de barco puede ser extensivo y pensar en el gerente de la empresa, el directivo de un departamento, el alcalde de un ayuntamiento o el presidente del gobierno. Se les supone a todos con cargo y mando para que lo ejerzan, sean responsables y diligentes, y actúen en beneficio de todos los demás, bien desde el puesto de mando del barco, llevando la singladura correcta o desde la gestión del presupuesto público. Evidentemente hay situaciones en las que las cosas se descontrolan. Aparece un iceberg que no se puede evitar, una crisis, anunciada o no, accidentes imprevistos, cisnes negros, etc, pero en estos casos, cuando la mar se pone mala, es cuando se prueba la pericia del capitán, cuando debe dar lo mejor de sí mismo, todo su esfuerzo y conocimiento, y mantener en todo momento sobre sí mismo el interés del pasaje. Que luego las cosas salgan bien o mal será el resultado de mucos factores, decisiones individuales y comportamientos grupales que pueden controlarse o no, por lo que una vez en la tormenta el resultado será, siempre, incierto, pero en todo caso sin la existencia de esa profesionalidad y honradez a la que llevo haciendo referencia todo el tiempo es más probable que el barco encalle, o que pierda el rumbo, o que, salga pero parado de lo que sería esperable. Palabras bonitas, ideas nobles, bellos sentimientos que, confrontados con la dura realidad que vivimos, resultan cuando menos sarcásticos. El accidente del Costa Crucero se ha debido a una flagrante, estúpida me atrevo a decir, negligencia por parte del capitán y la tripulación, que hizo con el rumbo justo lo que no debía, y lo estrelló contra las rocas.
Pero con el barco escorándose, el capitán huyo. Al igual que muchos ejecutivos financieros, políticos y reguladores y público en general, gérmenes de la vigente crisis, eludió su responsabilidad, se escapó y puso su pellejo por encima de cualquier otra consideración. Desde tierra, seguro, veía como el barco escoraba y se hundía, y puede que no le importase demasiado. En los viejos tiempos los financieros arruinados se tiraban por la ventana, existía un concepto de honor público y los capitanes se hundían con sus barcos. Hoy los bancos no dejan de pedir dinero para tapar su desastrosa gestión, todo el mundo excusa su responsabilidad en el prójimo y los capitanes huyen dejando al pasaje a merced de su miedo. Repugnante, sí, pero no me digan que no es acorde a los tiempos que vivimos.
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