Si, seguro que lo han adivinado. Es Alemania el país que
está ganando en este juego del euro y la austeridad, y puede verse desde dos
ópticas muy distintas, pero el resultado es el mismo. Por un lado Alemania fue
el alumno aplicado de la clase, que hizo las reformas en los tiempos de bonanza
y ahora, en medio de la zozobra, resiste como ningún otro. Por otro lado puede
verse a Alemania como el país que usa el euro como arma para someter al resto
de naciones y hacer que orbiten en torno a ellas, en una monetaria versión del
poema de Tolkien: “Un euro para gobernarlos a todos. Un euro para encontrarlos,
un euro para atraerlos a todos y atarlos a Alemania”.
Y así volvemos al problema de la arquitectura institucional
de eso que llamamos Europa. Alemania ha pertenecido desde su fundación en 1957 a lo que entonces se
llamaba Comunidad Económica Europea, fundada en aquel año por seis países
económicamente similares, tres de ellos (Alemania, Francia e Italia) de similar
peso. Pero no nos engañemos, en aquel entonces era la República Federal Alemana
lo que firmaba los tratados, un país tutelado por el resto de potencias
occidentales, resultado de una partición traumática fruto de una horrible
guerra y que no era ni la sombra de lo que Alemania llegó a ser. La
reunificación alemana de 1989, hecho tan maravilloso como complejo, y la
ampliación europea al este, abrió numerosos interrogantes sobre cual sería el
papel que jugaría una Alemania unificada en el futuro. El principal temor,
tranquilos, no era el militar, sino el económico, ya que era de esperar que un
país reunificado se convirtiera en el de mayor peso de la Unión. Era en Francia
donde se veía con mayor preocupación este escenario, porque obviamente era
Francia el país que, de facto, perdería su posición de liderazgo en el proyecto
europeo, y puede que fuese en París donde con menos alegría se brindase al caer
el muro. Ya decía De Gaulle, chauvinista hasta la médula, que le “gustaba”
tanto Alemania que prefería que hubiese dos en vez de una En fin, con ochenta millones de habitantes
y una potencia industrial y tecnológica sin parangón en el continente era
cuestión de tiempo que Alemania se convirtiera en un país “normal”, es decir,
soberano de sí mismo y poseedor de intereses propios, que fueran más allá del
“buenismo” europeísta que enarbolaba, más como tabla de salvación para olvidar
su desgarro interior que como otra cosa. Había miedo, larvado pero patente, de
que la Alemania Europea de los ochenta se transformara en una Europa Alemana en
algún momento, y parece que es esta crisis la que ha acelerado ese proceso. Ya
en la creación del Euro fue Alemania la que dictó las directrices del
funcionamiento de la moneda y, sobre todo, el Banco Central Europeo, a imagen y
semejanza del Bundesbank, dándole un rigor monetarista, un sesgo
antiinflacionario y un carácter de duro en el control de la masa monetaria y
los tipos que se ha mantenido a lo largo de su por ahora no muy larga historia,
y fijando su sede en Frankfurt, no por casualidad. La realidad es que a medida
que se profundiza la crisis esa desproporción Alemania y el resto de Europa no
hace sino crecer, ya que las economías de la periferia, ahí es donde vivimos
nosotros, no dejan de caer mientras que las cifras que Berlín y sus empresas
publican de ventas, facturación y ganancias son cada vez más impresionantes.
Parece un efecto de la gravedad, como si el planeta alemán no dejara de creer,
atrayendo materia del resto de países europeos que no hacen más que perderla.
Se dice, con razón, que nuestro hundimiento restará mercados de exportación a
los productos alemanes, pero no se dice que la venta de, por ejemplo, Mercedes
o Audis a China no deja de crecer, y que dentro de poco el sur de Europa puede
no ser un mercado de exportación de bienes para Alemania, sino un mercado de
aprovisionamiento de mano de obra y componentes.
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