Hoy, 9 de Mayo, es el día oficial de Europa, en el que se
conmemora la
declaración que hizo el entonces Ministro de Asuntos Exteriores francés Robert
Schuman. Sus palabras fueron las primeras que, oficialmente, reclamaban la
unificación europea en las áreas del carbón y el acero de Francia y Alemania,
pero que luego sirvieron para que ese embrión de intereses industriales diera
paso a un proyecto mucho más ambicioso, que culminó, o empezó, como ustedes lo
quieran ver, con la firma del tratado de Roma en 1957. Por este motivo todos
los años en mi trabajo salimos a la calle, izamos la bandera de las estrellas,
nos echan un discurso y oímos el himno de Europa.
Lo cierto es que cada año que pasa celebrar Europa se está
convirtiendo en algo más difícil y meritorio. Ya en años pasados la situación
española se veía, o al menos esa era mi impresión que parece haber sido
acertada, como irresoluble a medio plazo, pero Europa todavía se contemplaba
como un escenario de acuerdo. Sin embargo poco a poco el destrozo que la crisis
económica está causando en sus miembros está deshaciendo la Unión que tanto
trabajo costó forjar. El directorio franco alemán, que en el fondo no es sino
el mandato germano con la aquiescencia interesada de una débil Francia es quién
rige los designios de Europa, y no los consejos de ministros que se celebran en
Bruselas. Sin embargo quizás sea hoy, tras la celebración de las elecciones
griegas del Domingo, cuando sea más necesario que nunca salir a la calle a
celebrar la idea de Europa, de su sentido de Unión y, volviendo a los orígenes,
de su función como vacuna para evitar las guerras en este continente. No
olvidemos que la unificación europea es un proceso que surge tras, y en gran
parte debido a, los horrores de la Segunda Guerra Mundial, colofón de casi un
siglo de enfrentamientos entre naciones europeas a lo largo de todo el mundo y
en sus propios territorios. Los supervivientes de aquel desastre, que no somos
capaces ni de imaginar en ninguna de sus dimensiones, buscan por todos los
medios que eso un vuelva a pasar nunca, y para ello crean un artificio, una
unificación formal, con el fin de que el cruce de intereses entre las naciones
acabe siendo lo suficientemente fuerte como para que una guerra no vuelva a
suceder. De paso también se busca la prosperidad económica, el dar al
continente un papel de relevancia mundial, y en aquellos tiempos servir como
contraejemplo y resistencia frente al modelo soviético, que se encontraba a las
puertas, pero en el fondo fondo del proyecto era la aversión a la guerra, el
fascismo y la barbarie lo que se trataba de evitar. En ese sentido la historia
de la Unión ha sido un éxito rotundo. Desde 1945 no ha habido una sola guerra
entre países pertenecientes a la misma, cosa que no ha pasado desde la época de
la pax romana, más o menos. No es cierto que no haya habido guerras en Europa,
ya que la antigua Yugoslavia nos enseñó en la década de los noventa hasta que
punto los blancos caucasianos europeos podemos ser los sujetos más salvajes,
crueles e inhumanos que se puedan concebir. Bosnia, Srebrenica, Kosovo,
Sarajevo, y porqué no decirlo, ETA, son nombres que estarán asociados en
nuestra memoria al asesinato, la barbarie, la guerra, el odio y, también, al
fracaso de la Europa institucional y civil a la hora de evitarlo. Ahora que
Serbia mantiene conversaciones estables con la Unión para integrarse en un
futuro puede que nos olvidemos de lo sucedido en aquellas tierras hace poco más
de una década, pero haríamos mal. Allí las cosas aún no se han arreglado del
todo, y si la Unión contribuye en algo a solucionarlo, será otra muesca en su
haber.
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