Creo que fue Heisenberg el que dijo
que predecir es algo muy difícil, sobre todo el futuro, y si no fue él el que pronunció
la frase lo merece, porque su principio de incertidumbre es lo que ha
caracterizado a la sociedad desde que lo enunció a principios del siglo XX. Y
en este siglo XXI la incertidumbre no hace sino crecer. Ayer mismo, al verse el
blanco de la fumata los presentes en la plaza de San Pedro y los que la vimos
por televisión o internet realizábamos comentarios o apuestas sobre quién sería
el elegido, y el nombre de Scola no dejaba de circular por la red, dándose casi
como ganador al producirse el acuerdo rápido, en la quinta votación.
Y
entonces sale el protodíacono y nos deja a todos asombrados. El nuevo Papa es
un argentino, Jorge Mario Bergoglio, de ascendencia italiana, pero porteño
de cabo a rabo, como muchos de los allí residentes. Es Jesuita, tiene 76 años,
y escoge como nombre para su papado el de Francisco, que nunca se había usado
con anterioridad. Todas estas características, excepto la de la edad, son
radicalmente nuevas. Todas. Nunca ha habido en la historia, que en este caso se
remonta cerca de dos mil años, Papas que no sean europeos, por lo que ya este
nombramiento es único. Nunca un Papa ha pertenecido a la compañía de Jesús,
fundada por el guipuzcoano San Ignacio de Loyola, pese a la preponderancia que
este movimiento ha tenido en el seno de la iglesia durante los muchos siglos en
los que lleva existiendo, y nunca un Papa se ha llamado Francisco, nombre
elegido que puede rememorar tanto a San Francisco de Asís, santo protector de
los animales y ejemplo de humildad, o a San Francisco Javier, que impulsó la comunidad
jesuítica por todo el mundo. No deja de ser sorprendente, fascinante hasta
cierto punto, que una institución tachada con razón de carca e inmovilista como
la iglesia católica haya generado en apenas un mes semejante revuelo,
ofreciendo la primera renuncia de un Papa en seiscientos años y una elección
que ha trastocado todos los esquemas posibles. Desde ayer los periodistas tienen
un problema añadido, porque supongo que tendrían preparados semblantes de los
candidatos “oficiales” o que más sonaban en las quinielas, y esta elección ha
trastocado por completo muchas de las crónicas que estaban ya medio escritas.
Internet ha paliado parte del problema, ofreciendo perfiles acelerados de la
vida de un hombre muy famoso en Argentina y que, cosas de la vida, a punto
estuvo de ser elegido en el cónclave en el que Ratzinger se alzó con el trono
de San Pedro, en 2005. Durante estas semanas conoceremos aspectos de su vida y pasado
que, como siempre sucede, ocultará cosas buenas y malas, pero más que eso lo
importante es conocer cómo va a afrontar los enormes, inmensos retos que tiene
por delante. Habrá que saber hasta qué punto Francisco I conoce los entresijos
de la curia vaticana, y puede hacerse con el control de la misma para proceder
a la limpieza necesaria que urge, o cuáles son sus opiniones y conocimientos de
lo que pasa en el banco vaticano, si respalda el nombramiento del nuevo
responsable efectuado por Benedicto XVI hace unas semanas, y cómo va a llevar a
cabo la poda que necesita ese organismo, lleno de cizaña hasta las trancas. Y
en lo que hace a su labor evangélica, ¿será Francisco I un defensor de los
movimientos más duros, como los neocatecumenales, que han gozado del apoyo de
Roma durante estos últimos papados? O por el contrario, ¿se volcará hacia una
doctrina más social, comprometida, y de estilo más jesuita clásico? ¿Cómo va a
afrontar el proceso de acelerada secularización que se vive en Europa y la dura
competencia de los movimientos protestantes en Latinoamérica? ¿Va a sancionar
con fuerza a los responsables de casos de pederastia? ¿Va a realizar reformas
doctrinales?
Como verán, muchas e importantes
preguntas que a día de hoy carecen de respuesta, pero que iremos conociendo a
lo largo del tiempo. De momento la tarea que le espera es hercúlea, inmensa,
sospecho que demasiada para un hombre, sea cual sea su valía, que se la presupongo
muy alta. Lo que tengo claro tras la elección de ayer es que para conocer la
respuesta no merece la pena preguntarles a los vaticanistas, que no han
acertado ni una. De hecho hoy tengo un cierto punto de orgullo porque su
fracaso predictivo nos ha dejado a los economistas con un buen sabor de boca.
Ya no somos los peores, los más afectados por la eterna incertidumbre de
Heisenberg
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