Ahora mismo, al mirar por la
ventana, hacia el sur, veo un Madrid empapado, cubierto de nubes bajas, que
tocan la punta de los edificios más altos, impidiendo ver su remate, y
haciéndolos aún más grandes al no saber dónde acaban. Tras otra noche de lluvia
intermitente las aceras están empapadas, los jardines completamente encharcados
y en las calles reluce un asfalto mojado, con charcos que cubren los cada vez
más abundantes baches, provocados por la lluvia y el uso inmisericorde, y que
el Ayuntamiento, embarcado en ambiciones olímpicas, se ve que no puede tapar
como es debido.
Siempre he dicho que España es un
país en el que no sabe llover. Si exceptuamos la cornisa cantábrica y Galicia,
donde hay algunos días de buen tiempo y lluvia en todos los demás, en el resto
del país se suceden largos y duros periodos de sequía y cortos e intensos de
precipitación, replicando un poco el comportamiento típico del verano del
centro, en el que el calor tórrido se estanca hasta que una esporádica tormenta
lo libera, y eso en los años en los que hay tormenta. 2012, el ejercicio
pasado, fue uno de esos años que a uno le hace odiar el tiempo. Sequía intensa,
extrema, eterna y generalizada, que trajo un invierno desolador, sin
prácticamente nevadas, lleno de heladas secas (llamadas negras) y destrozos en
el campo. La cosecha de cereales de invierno se perdió en la mayor parte del
país y el paisaje mostraba ya en Marzo Abril unas tierras resecas y
descarnadas. El verano fue normal, es decir, muy cálido, con poca precipitación
y, lamentablemente, muchísimos incendios, y el otoño fue también normal, con
los episodios torrenciales de todos los años, especialmente en este caso en
Almería. Cuando entró el invierno, antes de Navidad, la situación de las
reservas de agua en España empezaba a ser alarmante, porque otro año seco nos
habría abocado a restricciones y a nuevos destrozos ambientales. Llovió algo en
Navidad, más por el centro y el sur que por el norte, pero en general fueron
días tranquilos y con toques de viento sur. Empezaba otra vez a parecer que la
dinámica de sol eterno y noches frías del invierno de 2012 se iba a repetir, y
en mi interior la preocupación crecía, inútil dado que nada puede hacer uno
ante el tiempo que salga, pero así soy. Sin embargo, a mediados de Enero, algo
cambió. Pueden ustedes meterse en foros meteorológicos y les comentarán la influencia
que tienen los anticiclones siberianos estancados en los polos sobre el régimen
de precipitación en altitudes inferiores y cuestiones por el estilo, pero la
cosa es que empezó a llover, y a nevar. Primero fue un frente generoso, y luego
otro, y luego otro… sucesivas cadenas de borrascas más o menos intensas
empezaron a entrar tanto por el norte, regando el cantábrico, meseta norte y
sepultando de nieve la cordillera cantábrica y Pirineos, como por el sur, anegando
tierras de Andalucía, Extremadura y La Mancha. Poco a poco los espesores de las
montañas iban creciendo y alcanzando cotas que rompían registros de años
precedentes, empezando a alcanzarse datos de esos de los que hay que remontarse
muy en el pasado “cuando nevaba de verdad”. Los ríos, caudales anoréxicos durante
más de un año, empezaron a coger un vigor inusitado y, como dopados de esteroides,
crecieron hasta anegar vegas y márgenes, y el paisaje, reseco y descarando,
empezó a cubrirse de un fino manto verde que, poco a poco, se ha extendido por
todo el país y ofrece ahora una estampa única, haciendo que toda España luzca
de un verde radiante que se aleja mucho de la imagen ocre que tenemos del país en
nuestra memoria. Digo a todo el mundo que estas lluvias son lo mejor, lo único
bueno que nos ha sucedido en estos meses. Me miran desconfiados, pero deben
creerme. El agua es vida y riqueza, su falta es miseria, y al menos los
pantanos acumulan un enorme caudal para el futuro.
Lo cierto es que si uno mira
registros de estos últimos meses los datos son espectaculares. En esta
web de embalses pueden ver el estado de los mismos, por cuenca y por CCAA,
y observarán que, tras un 2012 desolador, el inicio de 2013 muestra una gráfica
ascendente que, como un cohete, rompe todas las medias registradas en los
últimos diez años, se mire donde se mire. Casi a la inversa que nuestra
economía, que no deja de declinar, la gráfica del agua acumulada si es de esas que
invitan al optimismo, que ilusiona, y refleja el tesoro que, del cielo, cae y
caerá durante el resto de la Semana Santa y días posteriores. Quizás provoque
algunos lloros, pero créanme, es lo mejor que nos ha pasado.
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