Ayer
era el día fijado por él mismo para hacer efectiva su sorpresiva renuncia, y
así fue. Tras una reunión por la mañana con los cardenales presentes en
Roma y con otros obispos locales, a las cinco de la tarde el Ppa se elevó a los
cielos de la ciudad eterna en un helicóptero blanco, ofreciendo la imagen icónica
de la despedida, volando al par de la cúpula de San Pedro. Luego, en
Castelgandolfo, donde residirá dos meses, ofreció unas palabras de
agradecimiento a los que allí le esperaban y a las ocho de la tarde el portón
se cerró. Fin.
Me sigue pareciendo fascinante el
hecho de la renuncia del Papa, y creo que no se ha valorado con suficiente
énfasis lo novedoso, lo radical que supone su gesto. Desde el momento en que es
elegido el Papa se convierte en el Rey soberano, indiscutido y absoluto de la
cristiandad, y sus seguidores lo son porque creen en él, y además lo han
proclamado como infalible. El poder que detenta un Papa es, en su esfera de
influencia religiosa, y entre los que conforma la iglesia, total. Vemos como
día tras día personajillos cutres, mendaces y zafios venden su alma, vida y
futuro a cambio de dinero o bienes materiales de nulo valor con tal de seguir
siendo poderosos, en un concepto de poder que da risa, sinceramente, pero
imagínense la capacidad de atractivo, lo estimulante, lo que engancha eso del “poder”
para que la gente haga lo que sea para mantenerse en él. Pues el Papa, una de
las personas más poderosas del mundo, se ha ido, lo ha dejado y, seamos
conscientes de ello, probablemente ayer fue la última vez que vimos a Ratzinger
en vida. Muy probablemente su próxima imagen, robado exclusivo al margen, sea
la de su entierro, dentro de pocos o muchos años, en función de su salud. Y es
que este gesto de desprenderse del poder, de renunciar a él, garantiza que
Ratzinger pase a la historia para siempre, creo que con letras más grandes
incluso que las de su predecesor, porque lo que ha hecho el alemán ha sido
revolucionario. Miles de artículos se devanan los sesos día tras día para
explicar cuáles son las causas que le han llevado a tomar esta decisión, y en
todas ellas flota una profunda incomodidad entre la personalidad de Ratzinger y
el entorno del papado. Él es un pensador, un reflexivo, un estudioso, alguien
alejado del poder, la influencia y el mando, que muy probablemente no quería
ser Papa, y que le cayó esa responsabilidad encima. Nunca se ha sentido cómodo en
el cargo, presionado desde fuera y desde dentro, incapaz de mostrar la soltura
en público que Juan pablo II derrochaba en sus actos de masas que, por inercia,
debían continuar aunque el protagonista cambiase. Creo que Benedicto XVI se dio
cuenta poco a poco que su personalidad y todo lo que sabía no le servían de
nada en el cargo en el que le habían colocado. La ética, la moral y la sabiduría
son útiles en un mundo en el que esos valores poseen un respaldo por parte de
la sociedad que en él vive, pero, por así decirlo, de poco vale dialogar si se
está rodeado de hienas. En medio de las intrigas vaticanas, de los distintos
delitos que cada vez eran más graves y conocidos, Ratzinger debió sentir el
horror del santo que se ve rodeado de pecadores, por usar la terminología cristiana,
y la impotencia del intelectual que se ve orillado por parte de los hombres de
acción. Sus esfuerzos para controlar el Vaticano cada vez chocaban más con la
estructura interna que se negaba a ser reformada, y sus mensajes morales y
racionales clamaban en el desierto de la ambición y las luchas de poder. Cada
vez más sólo, débil y, sospecho, decepcionado, Ratzinger podía optar por seguir
guardando las apariencias, mantenerse y esperar una muerte plácida que le
garantizase un final de mandato reverenciado, porque a los moribundos todos los
respetan. Pero no, ha decidido irse. El Papa germánico, frío, austero y
racional, ha sido el mayor revolucionario imaginable.
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