viernes, marzo 01, 2013

Benedicto XVI ya no es Papa


Ayer era el día fijado por él mismo para hacer efectiva su sorpresiva renuncia, y así fue. Tras una reunión por la mañana con los cardenales presentes en Roma y con otros obispos locales, a las cinco de la tarde el Ppa se elevó a los cielos de la ciudad eterna en un helicóptero blanco, ofreciendo la imagen icónica de la despedida, volando al par de la cúpula de San Pedro. Luego, en Castelgandolfo, donde residirá dos meses, ofreció unas palabras de agradecimiento a los que allí le esperaban y a las ocho de la tarde el portón se cerró. Fin.

Me sigue pareciendo fascinante el hecho de la renuncia del Papa, y creo que no se ha valorado con suficiente énfasis lo novedoso, lo radical que supone su gesto. Desde el momento en que es elegido el Papa se convierte en el Rey soberano, indiscutido y absoluto de la cristiandad, y sus seguidores lo son porque creen en él, y además lo han proclamado como infalible. El poder que detenta un Papa es, en su esfera de influencia religiosa, y entre los que conforma la iglesia, total. Vemos como día tras día personajillos cutres, mendaces y zafios venden su alma, vida y futuro a cambio de dinero o bienes materiales de nulo valor con tal de seguir siendo poderosos, en un concepto de poder que da risa, sinceramente, pero imagínense la capacidad de atractivo, lo estimulante, lo que engancha eso del “poder” para que la gente haga lo que sea para mantenerse en él. Pues el Papa, una de las personas más poderosas del mundo, se ha ido, lo ha dejado y, seamos conscientes de ello, probablemente ayer fue la última vez que vimos a Ratzinger en vida. Muy probablemente su próxima imagen, robado exclusivo al margen, sea la de su entierro, dentro de pocos o muchos años, en función de su salud. Y es que este gesto de desprenderse del poder, de renunciar a él, garantiza que Ratzinger pase a la historia para siempre, creo que con letras más grandes incluso que las de su predecesor, porque lo que ha hecho el alemán ha sido revolucionario. Miles de artículos se devanan los sesos día tras día para explicar cuáles son las causas que le han llevado a tomar esta decisión, y en todas ellas flota una profunda incomodidad entre la personalidad de Ratzinger y el entorno del papado. Él es un pensador, un reflexivo, un estudioso, alguien alejado del poder, la influencia y el mando, que muy probablemente no quería ser Papa, y que le cayó esa responsabilidad encima. Nunca se ha sentido cómodo en el cargo, presionado desde fuera y desde dentro, incapaz de mostrar la soltura en público que Juan pablo II derrochaba en sus actos de masas que, por inercia, debían continuar aunque el protagonista cambiase. Creo que Benedicto XVI se dio cuenta poco a poco que su personalidad y todo lo que sabía no le servían de nada en el cargo en el que le habían colocado. La ética, la moral y la sabiduría son útiles en un mundo en el que esos valores poseen un respaldo por parte de la sociedad que en él vive, pero, por así decirlo, de poco vale dialogar si se está rodeado de hienas. En medio de las intrigas vaticanas, de los distintos delitos que cada vez eran más graves y conocidos, Ratzinger debió sentir el horror del santo que se ve rodeado de pecadores, por usar la terminología cristiana, y la impotencia del intelectual que se ve orillado por parte de los hombres de acción. Sus esfuerzos para controlar el Vaticano cada vez chocaban más con la estructura interna que se negaba a ser reformada, y sus mensajes morales y racionales clamaban en el desierto de la ambición y las luchas de poder. Cada vez más sólo, débil y, sospecho, decepcionado, Ratzinger podía optar por seguir guardando las apariencias, mantenerse y esperar una muerte plácida que le garantizase un final de mandato reverenciado, porque a los moribundos todos los respetan. Pero no, ha decidido irse. El Papa germánico, frío, austero y racional, ha sido el mayor revolucionario imaginable.

A mi entender, quien mejor ha expresado la sensación de derrumbe de Benedicto XVI que aquí he descrito ha sido Mario Vargas Llosa en su inmenso artículo del pasado Domingo en El País, cuyo final aquí les reproduzco y que, a mi pesar, comparto plenamente. “La decadencia y mediocrización intelectual de la Iglesia que ha puesto en evidencia la soledad de Benedicto XVI y la sensación de impotencia que parece haberlo rodeado en estos últimos años es sin duda factor primordial de su renuncia, y un inquietante atisbo de lo reñida que está nuestra época con todo lo que representa vida espiritual, preocupación por los valores éticos y vocación por la cultura y las ideas.”

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