El accidente del Alvia en A
Grandeira lo ha ocupado todo durante estos días, pero dos asuntos de enorme
trascendencia han logrado abrirse un hueco entre los hierros retorcidos y el
cruel balance de víctimas. Uno es Bárcenas, que no cesa de proporcionar
titulares jugosos, pero dado que Rajoy comparece mañana en el Congreso para, se
supone, dar explicaciones, dedicaré otro día a comentar las novedades sobre ese
apasionante asunto. El otro tema ha sido la celebración de la Jornada Mundial
de la Juventud en Río de Janeiro, y la actitud y palabras del Papa Francisco en
esos días, que han supuesto toda una revolución, o al menos un intento de darle
comienzo.
Cosa curiosa, ha Francisco le ha
pasado con la JMJ lo que le sucedió a su predecesor Benedicto XVI, que llegó al
cargo y a los pocos meses se encontró con un evento que él ni había organizado
ni preparado. En aquel caso fue en 2005 en Colonia, y Ratzinger, poco amante de
multitudes, lo pasó como pudo. En esta ocasión el marco, Río de Janeiro, era
muy distinto, con un contenido social evidente fuera cual fuese el destino
visitado y con una seguridad y organización muy deficientes. Pues bien, en este
marco se ha desarrollado el primer viaje al exterior de Francisco (sí, ha
visitado el sur de Italia, pero eso no cuenta “de verdad”). Se esperaban
palabras nuevas, de aliento y compromiso por parte del Papa, para calibrar
hasta qué punto la renovación de la imagen pontificia que ha emprendido
Bergoglio iba a ir más allá de las formas o se iba a quedar en algo similar al
marketing, pero los discursos que ha pronunciado ante las multitudes han dejado
a todo el mundo asombrado y descolocado. Poco amante de la filosofía, de las
palabras pomposas y frases retorcidas, las palabras de Francisco, expresadas en
parlamentos de apenas diez minutos de duración, han sido de una contundencia y
frescura como nadie las hubiera sido capaz de prever. Su mensaje ha dejado
alucinados a los presentes en la JMJ, a las autoridades eclesiales y a la
prensa que ha seguido el acontecimiento. ¿Y cuál ha sido ese mensaje? El de la
humildad, el de la vuelta de la iglesia a las esencias, como portadora de la fe
en Cristo, el de la necesidad de renunciar a privilegios, oropeles,
formalismos, boatos y reverencias, el de recuperar el auténtico sentido de la
comunión, el compartir con los hermanos la fe, los bienes, las alegrías y las
penas. Las palabras más gruesas, pocas, pero dichas con intensidad, las ha
dirigido a los cargos eclesiales. Sacerdotes, obispos y cardenales, han sido
objeto de un mensaje directo y sin fisuras, de una orden de volver a ponerse no
al frente de la iglesia, sino al servicio de la misma, de no ejercer un mando,
sino un testimonio, de liberarse del luto que les embarga y contagiarse de la
alegría de la fe. Ya con todo esto las palabras de Francisco hubieran sido muy
novedosas, pero no se ha quedado ahí, ni mucho menos. Ha realizado un ejercicio
de autocrítica, en un país en el que los evangélicos crecen a costa de las
continuas bajas en el catolicismo, tratando de buscar lo que la iglesia ha
hecho mal para no atraer a los fieles, y ha comenzado a esbozar su doctrina política,
que todas las autoridades la tienen, se diga lo que se diga, abogando
por, atención, la laicidad del estado. Revolucionario. El Papa de Roma
pidiendo un estado laico y respetuoso con todas las doctrinas y creencias. Un
mensaje coherente y que aplaudo desde aquí, y que muchos reclamamos desde hace
tiempo a las jerarquías de las distintas confesiones, catolicismo en España,
islamismo en otros países, que cada vez más tratan de influir en el diseño de
las leyes y normas civiles. Seguro que cuando Francisco dijo estas palabras un
escalofrío recorrió despachos, nunciaturas y prefecturas en medio mundo.
También se han destacado mucho
sus palabras, en la entrevista que concedió en el vuelo de vuelta a Roma (aprende
comunicación, Mariano) sobre
quién es él para criticar a un gay de buena voluntad, frase muy
comprometida con ese colectivo que difícilmente hubiera sido posible escucharla
desde un ámbito religioso. En definitiva, el poso que deja el viaje de Francisco
es enorme, su trascendencia mediática no deja de crecer a la vez que lo hace su
capacidad de liderazgo, y comienza a ser un referente tanto en el plano
religioso como en el social. En un mundo en el que no hay líderes, Francisco
puede optar a ocupar ese puesto de referencia que tanto se echa de menos. Le
queda lo más difícil, que es limpiar el Vaticano de la corrupción que allí
anida, pero parte de su mensaje busca ganar fuerzas para emprender esa batalla.
Sí, ha nacido una estrella que no va a ser nada fugaz.