lunes, julio 29, 2013

Vías de tren


Ayer hice el viaje de vuelta en autobús de Bilbao a Madrid algo más ensimismado de lo habitual. Leía, acabé de hecho el libro que llevaba empezado, sobre la historia de los relojes, pero lo hice de una manera automática. Cada poco tiempo levantaba la vista y me quedaba mirando la carretera, esos carriles llenos de coches que van de un lado a otro. Y en algunos momentos, la autovía surcaba sobre taludes en los que reposaba una vía del tren. Electrificada o no, en uso o llena de herrumbre, unos raíles siempre paralelos sobre traviesas que, en ausencia de tráfico sobre ellos, son la base de las más hermosas y crueles memorias.

Descarrilar es el accidente por antonomasia. En carretera a veces resulta increíble lo fácil que es estrellarse, salirse de la trazada, dado que nada nos lo impide, salvo nuestra pericia y atención, muchas veces tan escasa que es mejor no pensar en ello. En las vías la cosa cambia, el camino viene impuesto, y actúa como un seguro, un freno, una barrera de protección que impide que nos salgamos de nuestro camino. Es subirse a un tren y tener la más intensa sensación de ser llevado, de que la máquina te arrastra, de que el camino es el que realmente te guía y te permite trazar las curvas y las rectas. El único miedo que me surge, cuando veo las vías que cruzo en mi camino hacia Madrid, es que se produzca un choque entre dos convoyes que ocupen la única y solitaria vía que existe en la mayor parte del camino. Pero descarrilar.. no, eso no puede suceder. La técnica y la pericia humana trabajan juntas continuamente para que nada de eso pase. Es una mera pesadilla infantil, recuerdo de una época en la que los trenes se parecían demasiado a los juguetes que teníamos en casa, coquetos pero frágiles, bonitos pero inseguros, y en los que la maquinaria y las señales eran artesanía en manos de profesionales que, susceptibles de equivocarse, podían errar al dar paso a una unidad o frenar la que no debían. Los accidentes de tren, aparatosos siempre como pocos, eran ideales para las películas, en los que los malos y buenos luchaban en cabinas descontroladas, y la escena solía terminar con el bueno saltando y el malo refugiado en el fondo de la maquinaria contemplado con horror como un barranco, montaña u otro obstáculo le condenaban a la muerte, entre la satisfacción del público, que asistía con ojos abiertos al estrépito de los vagones despanzurrados unos contra otros, el ruido de las explosiones y la maraña de humo que lo cubría todo. El héroe se salvaba, a veces con la chica en sus brazos, otras no, y el malo caía. Y los raíles, infinitos, lo observaban todo, reposados tras la tensión que había sucedido sobre ellos. Los accidentes en el mundo real sólo sucedían en países recónditos, donde las escenas de la tragedia se mezclaban con imágenes de vagones atestados, desbordados por gente que salía por las ventanas y viajaba tanto sobre como entre los vagones. Era horrible, sí, pero lejano, difícil de entender, anecdótico visto desde la distancia. Inimaginable en nuestras vías modernas, en nuestras instalaciones, tecnificadas hasta el extremo, en nuestro paisaje de alta, orgullosa y moderna alta velocidad.

Y sin embargo, todo puede suceder, y ese camino recto, trazado y paralelo gracias a la mejor ingeniería del mundo puede desembocar, como sucede en los recónditos lugares que pueblan los tramos intermedios del telediario, en el más horrible de los desastres. Una curva sita en, por ejemplo, A Grandeira, a la entrada de la estación de Santiago de Compostela, se puede convertir en el escenario de una absurda y apabullante tragedia, y cuando se produce el desastre la escena es tan horrible como la que se da en esos lugares remotos, pero dada su proximidad, supone un impacto mucho más duro y deja lleno de angustia y desolación a quien, desde la comodidad de su casa, contempla los rostros de aquellos que se salvaron, o fallecieron, pensando que las vías les transportaban a lugar seguro.

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