Ayer hice el viaje de vuelta en
autobús de Bilbao a Madrid algo más ensimismado de lo habitual. Leía, acabé de
hecho el libro que llevaba empezado, sobre la historia de los relojes, pero lo
hice de una manera automática. Cada poco tiempo levantaba la vista y me quedaba
mirando la carretera, esos carriles llenos de coches que van de un lado a otro.
Y en algunos momentos, la autovía surcaba sobre taludes en los que reposaba una
vía del tren. Electrificada o no, en uso o llena de herrumbre, unos raíles
siempre paralelos sobre traviesas que, en ausencia de tráfico sobre ellos, son
la base de las más hermosas y crueles memorias.
Descarrilar es el accidente por
antonomasia. En carretera a veces resulta increíble lo fácil que es estrellarse,
salirse de la trazada, dado que nada nos lo impide, salvo nuestra pericia y
atención, muchas veces tan escasa que es mejor no pensar en ello. En las vías
la cosa cambia, el camino viene impuesto, y actúa como un seguro, un freno, una
barrera de protección que impide que nos salgamos de nuestro camino. Es subirse
a un tren y tener la más intensa sensación de ser llevado, de que la máquina te
arrastra, de que el camino es el que realmente te guía y te permite trazar las
curvas y las rectas. El único miedo que me surge, cuando veo las vías que cruzo
en mi camino hacia Madrid, es que se produzca un choque entre dos convoyes que
ocupen la única y solitaria vía que existe en la mayor parte del camino. Pero
descarrilar.. no, eso no puede suceder. La técnica y la pericia humana trabajan
juntas continuamente para que nada de eso pase. Es una mera pesadilla infantil,
recuerdo de una época en la que los trenes se parecían demasiado a los juguetes
que teníamos en casa, coquetos pero frágiles, bonitos pero inseguros, y en los
que la maquinaria y las señales eran artesanía en manos de profesionales que,
susceptibles de equivocarse, podían errar al dar paso a una unidad o frenar la
que no debían. Los accidentes de tren, aparatosos siempre como pocos, eran ideales
para las películas, en los que los malos y buenos luchaban en cabinas
descontroladas, y la escena solía terminar con el bueno saltando y el malo
refugiado en el fondo de la maquinaria contemplado con horror como un barranco,
montaña u otro obstáculo le condenaban a la muerte, entre la satisfacción del público,
que asistía con ojos abiertos al estrépito de los vagones despanzurrados unos
contra otros, el ruido de las explosiones y la maraña de humo que lo cubría
todo. El héroe se salvaba, a veces con la chica en sus brazos, otras no, y el
malo caía. Y los raíles, infinitos, lo observaban todo, reposados tras la tensión
que había sucedido sobre ellos. Los accidentes en el mundo real sólo sucedían
en países recónditos, donde las escenas de la tragedia se mezclaban con imágenes
de vagones atestados, desbordados por gente que salía por las ventanas y
viajaba tanto sobre como entre los vagones. Era horrible, sí, pero lejano, difícil
de entender, anecdótico visto desde la distancia. Inimaginable en nuestras vías
modernas, en nuestras instalaciones, tecnificadas hasta el extremo, en nuestro
paisaje de alta, orgullosa y moderna alta velocidad.
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