Como si no hubiera sido
suficiente con la desgracia ferroviaria de Santiago de Compostela, Europa
parece haberse contagiado de la mala suerte y la racha de accidentes de mayo ro
menor intensidad no deja de producirse. La
noche del Domingo al Lunes treinta y ocho personas murieron en un siniestro de
tráfico en Italia, tras precipitarse un autobús desde un puente, al parecer
por el reventón de un neumático, y ayer mismo en
Suiza falleció una persona y varias decenas resultaron heridas por la colisión
de, vaya, dos trenes, sin que aún se tengan claras las causas del
siniestro. Semana funesta para los transportes colectivos en el continente. Que
termine esta racha de una vez.
Quería hoy referirme al concepto
de accidente, que tristemente está tan en boga, y a lo insoportable que supone
su mera existencia en nuestro mundo, aparentemente controlado, dócil y dominado
hasta el extremo por la tecnología y la profesionalidad. Cuando se produce un
siniestro de este tipo la sensación individual puede ser muy diversa, pero la
colectiva es de indignación e incredulidad. “No puede pasar algo así” “no es
posible” y frases por el estilo se repiten una y otra vez en boca de expertos y
aficionados, personas anónimas y dirigentes públicos. Y, por supuesto, estas
cosas pasan, haciendo que esas frases huecas se conviertan en ridículas. Nos
negamos a pensar en la mera posibilidad de que el accidente se produzca, tenga
lugar, cuando es imposible, repito, imposible, evitarlo del todo, y esa negación
esconde un infantilismo que esta sociedad muestra en un grado cada vez más intenso.
La tecnología, los cientos, miles de personas que trabajan día a día en
sectores como el transporte, el esfuerzo investigador, todo lo que se invierte…
el objetivo final es que no haya accidentes, pero lo que se consigue es bajar
la probabilidad de los mismos tanto que parezca que sea cero, aunque nunca se
podrá alcanzar ese nivel. Es así de duro y cierto. La seguridad absoluta no
existe en nada de lo que hagamos, planifiquemos o preveamos, en nada. El
trabajo del día a día busca luchar por alcanzar ese umbral de seguridad, la
máxima posible, pero debemos ser conscientes de que nunca evitaremos el
accidente. De hecho este se produce porque uno de los flancos se ha mostrado en
un momento algo más débil que el resto, y es por ahí de donde surge el riesgo
que lleva al desastre. Recuerden el dicho ese de que una cadena es tan
resistente como el más débil de sus eslabones. En el mundo del transporte, en
especial del organizado como es el caso del tren o el avión, los protocolos,
procedimientos y especialistas que trabajan en cada una de las fases que transcurren
desde que partimos desde un punto hasta llegar a otro son inimaginables, nos
asustaríamos de saber cuántas personas se dedican a ello día tras día. Cada vez
que se produce un fallo, en un punto determinado del procedimiento, una vez
investigada la causa, se procede a la revisión del mismo y a su
fortalecimiento, por lo que es casi seguro que el siguiente accidente, cuando
se produzca, no tendrá lugar en el mismo punto y por la misma causa que el caso
anterior. De hecho es cruel decirlo, pero no es menos cierto que es con los
accidentes como mejor se aprende a mejorar los protocolos de trabajo y
funcionamiento de los sistemas, porque frente a simulaciones más o menos
edulcoradas, el accidente supone una falla real, un fracaso del proceso, con
consecuencias más o menos graves, a veces como esta vez inmensas e
irreparables, pero que pueden ser la vía para encontrar graves fallas en un
procedimiento que nadie previó en su momento que pudiera fallar en ese punto.
Por eso es tan necesario investigar a fondo lo que ha producido el desastre,
aprender lo máximo de él, y cambiar y mejorar lo que sea necesario para que no
vuelva a repetirse nunca más… o casi.
1 comentario:
Como la vida misma... el unico error es aquel del que no se aprende nada.
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