Día a día damos por sentado que
procesos muy complejos y peligrosos, que se desarrollan de manera controlada
delante de nuestros ojos, no son sino simples rutinas carentes de ningún riesgo
y que, por tanto, se convierten en aspectos triviales de la vida a los que no
se les debe prestar demasiada atención. Autopistas llenas de vehículos que las
surcan a más de 100 kilómetros, playas de vías en las que decenas de trenes se
cruzan cada poco tiempo, millones de comunicaciones telemáticas que se cruzan
en torres de conmutadores llenas de lucecitas, todas esas cosas son muy
complejas, a veces es un milagro que funcionen tan bien y, en ocasiones,
fallan.
El
desastre del lanzamiento del cohete Protón ruso de ayer es un buen ejemplo
de todo esto. Se ha convertido en una rutina el ver lanzamientos, en ponerse
delante de la pantalla del ordenador, no de la tele, que está siempre llena de
tonterías, seguir una cuenta atrás más o menos audible y ver cómo, tras una
ignición inmensa y entre enormes bolas de humo, la figura estilizada de un
cohete se eleva recta, serena e imponente, dejando atrás la estepa, la selva,
el océano, adentrándose en un cielo azul que, poco a poco, se torna negro a
medida que el cohete asciende. Esta secuencia es distinta en función del modelo
que sea lanzado, tendrá propulsores auxiliares o no, realizará una maniobra de
cabeceo para la inserción orbital más o menos acentuada y los comentaristas
hablarán en inglés (completamente incomprensible) o en otro idioma que tampoco
se entiende, pero en todos los casos la fuerza, la potencia, la sensación de
poder que se asocia a un lanzamiento será la misma, tendrá la infinita
capacidad de embriagar que posee todo disparo, y llenará de emoción a quien lo
vea desde la oscuridad de su casa, o en medio del traqueteo del metro camino al
trabajo.. donde sea. Y no nos solemos parar a pensar que lanzar un cohete es
una de las cosas más peligrosas y, hasta cierto punto, suicidas, que existen.
No nos damos cuenta de que, de todo ese enorme tubo que observamos que es lo
que llamamos cohete, apenas la punta más pequeña de su cúspide es el
alojamiento de la carga útil, satélites habitualmente, mientras que el resto,
todo lo demás, es un enorme depósito de combustible al que se le prende fuego
para que el conjunto logre elevarse del suelo. No es una exageración decir que un
cohete es, en el fondo, una bomba que se detona de manera controlada, y que
cuando un astronauta se sube a la punta del cohete en el fono se está sentando
sobre un enorme tanque de combustible al que le va a prender fuego para que
salga disparado. Puede sonar exagerado, pero es así. Los cohetes queman enormes
cantidades de combustible por segundo, toneladas en algunos casos, para lograr
la velocidad de escape que les permita situarse en la órbita terrestre, y es
evidente que todo el proceso de despegue es una maniobra arriesgada, muy
arriesgada, en la que el más mínimo fallo puede dar al traste con toda la misión,
y como combustible no falta, todo se acabe traduciendo en una enorme explosión
que convierta cohete, carga y tripulación, si la hubiese, en fragmentos
chamuscados que se esparcen infinitamente sobre la zona del lanzamiento. Llevamos
mucho tiempo viendo lanzamientos exitosos, en los que afortunadamente todo sale
bien, las toberas y bombas de los motores funcionan, las juntas de dilatación
de los sectores que forman la torre son estancas y las miles, miles y miles de
piezas diseñadas con esmero para hacer su trabajo no fallan, y todo se
desarrolla con precisión milimétrica. Y pese a ello los controladores de la
misión, y muchos de los que seguimos lanzamientos con asiduidad, cruzamos los
dedos en el momento de la ignición y nos mantenemos expectantes hasta que todo
haya salido como debe, hasta que la altura del disparo sea la necesaria como
para asegurarse de que la misión va por buen camino y, en ese momento, se
suelta el típico suspiro que indica que todo ha salido como debía.
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