jueves, julio 11, 2013

El día en que me enamoré de Concha García Campoy


Ayer, con sólo 54 años de vida, falleció la periodista Concha García Campoy, conocida por casi todo el mundo en España dad su larga y provechosa trayectoria profesional, tanto en televisión como en radio. Una leucemia, que al principio parecía estar controlada, pero que poco a poco se ha mostrado invencible, se la llevó del hospital valenciano de La Fe al reino de los muertos, en donde, si hay medios de comunicación, ya trabaja en ellos desde esta misma noche. Ayer todo eran elogios por parte de sus compañeros, habitualmente enfrentados, hacia su figura y trayectoria, tanto personal como profesional.

Tengo que contarles un secretillo que, si no me equivoco, nunca he revelado a nadie en otra parte, así que tendrán el honor de compartir la primicia de un pequeño y recóndito pedazo de mi, por otra parte nada sorprendente, vida. Y es que creo que la primera vez que sentí el amor, o la pasión, o un sentimiento similar, fue viendo un telediario de Concha García Campoy. Ella empezó a presentarlos en 1985, cuando yo tenía trece años y ya estaba enganchado a los informativos y el seguimiento de la actualidad. Mi mala memoria me ha hecho olvidar exactamente cuándo sucedió aquello pero mantengo el recuerdo de el dónde y cómo paso. Fue en Durango, en casa de mis abuelos maternos, una tarde de un día que recuerdo caluroso, puede que fuera al inicio del verano, en el que no se por qué razón habíamos ido allí. Estaban mis abuelos y mi madre hablando conmigo en el pequeño salón de su piso, mientras que yo con un ojo les hacía caso a ellos y con el otro seguía el telediario que se podía ver en una pequeña televisión sita en la esquina de aquella habitación, pequeña y modesta. En un momento dado la presentadora, Concha, llamó mi atención. Llevaba ya algunos minutos de emisión, pero fue entonces cuando me fijé en ella. Tenía puesto un vestido de cuero marrón como si fuera un peto, dejando los hombros al aire, en una figura de moda que luego descubriría que se llamaba escote palabra de honor. Y entonces me quedé embobado, absorto, incapaz de despegar la mirada del televisor, sintiendo algo que hasta entonces no había experimentado nunca…. Atracción. Aquello que estaba viendo y “sintiendo” era muy bonito, e inexplicable, y me generaba tanto gusto como sorpresa. Campoy terminó su entradilla y empezó el video de la noticia que tocaba a continuación, lo que me permitió desatender la pantalla y volver la vista hacia mis abuelos y madre, de cuya conversación me había evadido por completo. No recuerdo si me echaron en falta o no, pero no notaron nada raro cuando, terminado el video, Campoy volvía a hacerse dueña de la pantalla, y ahí estaba otra vez su vestido, sus hombros, sus ojos, su voz, su… Cada vez que la emisión daba noticias lamentaba mucho que la imagen de la presentadora, que me había cautivado, fuera sustituida por lo que entonces consideraba interrupciones, anuncios, cortes publicitarios, bloqueos, obscenas pausas carentes de sentido que impedían que ella, la protagonista, la que realmente llenaba la habitación y la iluminaba, pudiera seguir reinando. Como todo termina, también lo hizo la emisión de aquel día del telediario de tarde, y cuando sonó la sintonía de cierre y la imagen se fundió en negro me entró una congoja inmensa. Un “¿sólo esto?” que no dejaba de interrogarme en la cabeza, una sensación de abandono, de escasez, de sequedad tras apenas haber paladeado el frescor…. No recuerdo nada más de aquel día, pero sí sospecho que durante toda la tarde debía estar allí donde se suponía y escuchando y diciendo lo que debía, pero mi mente y alma eran para concha, su vestido, su escote, sus hombros y su mirada.

En ocasiones posteriores volvía a verla, en aquellos telediarios, y a oírla a lo largo de estos años en distintos programas, y evidentemente ya sólo me fijé en su aspecto profesional, enorme, en su capacidad de transmitir las noticias con serenidad, aplomo, con pasión pero sin histeria, con garra pero de una manera cercana, comprensible y nada sectaria. Y nunca pensé ni en sus hombros ni en los “palabra de honor” que llevaba puestos. Pero ayer, al enterarme de la noticia de su muerte, tras la pena inevitable y el homenaje sincero, lo primero que vino a mi mente fue la escena de un recóndito salón decorado con papel de flores oscuro y un vestido de cuero que dejaba al aire parte del cuerpo de la primera mujer por la que, así es la vida, sentí amor y pasión.

2 comentarios:

peich dijo...

¡¡¡ qué bonito, qué bonito ¡¡¡ y que sensual Deivid¡¡¡

David Azcárate dijo...

Muchas gracias!!!!!