viernes, julio 12, 2013

Los drones no descansan


De mientras en España seguimos ensimismados en nuestras miserias generalizadas, y en las inexplicables riquezas de unos pocos, fuera pasan cosas. Las guerras que estaban en marcha no se cogen vacaciones de verano y las revoluciones que empiezan siguen, camino hacia no se sabe dónde. Y la I+d+i, ese concepto despreciado por el gobernante y ciudadano español, que no duda pagar para obtener un gran fichaje en su club pero ve como un gran coste la financiación de un laboratorio, ofrece nuevos y espectaculares resultaos en múltiples campos, casi siempre fuera de nuestras fronteras. En el caso de los drones estas novedades alcanzan unas cotas que ya rozan la fantasía.

Recordemos que el término “drone” hace referencia a todo aquello que vuela y que no está pilotado, concepto que va mucho más allá del avión teledirigido. Juguetes pequeños o aparatos de grandes dimensiones, los drones cuentan con un ordenador que les confiere cierta autonomía a la hora de tomar decisiones, como por ejemplo permanecer estables en un punto en caso de soportar corrientes de aire. Hay en youtube varios vídeos en los que se ve como la cooperación de pequeños caudricópteros permite crear estructuras mediante la apilación de las cargas que van cogiendo y soltando sin parar. Esto pueden parecer juegos sin importancia, pero no lo son. Ayer mismo tuvimos la oportunidad de ver uno de esos hechos que te dejan asombrado y, en cierto modo, asustado, ya que por primera vez en la historia un drone aterrizó por sí mismo en un portaaviones. Es decir, no había un señor con un control remoto guiando al avión y aterrizándolo, no, sino que el drone despegó desde una base en tierra con la orden de localizar el portaaviones, que se encontraba en el mar, y aterrizar en él. El ordenador de a bordo del avión y los GPS del mismo y del portaaviones debían encontrarse y organizar el aterrizaje. Y el aparto logra su cometido con una precisión que deja asombrado a quién lo ve, sobre todo al pensar que nadie “humano” está controlando esa secuencia. Se supone que habría muchas personas monitorizándola y equipos preparados en caso de que el experimento fallase y el drone se estrellara contra la cubierta o cualquier otra instalación del barco, o se apsara de largo o quedase corto, y acabara dándosela contra el agua. Pero no. El avión, con un diseño moderno similar a un ala delta, y no al clásico avión de ala estrecha, llega al portaviones y aterriza perfectamente, sin bamboleo ni duda alguna. Bingo. El resultado del experimento es un éxito total. Si uno observa las características del drone se da cuenta de que no es ningún juguete de aeromodelismo pintado como un juguete de Rambo, sino un señor avión, un aparato con un peso de veinte toneladas capaz de cubrir distancias de cerca de 4.000 kilómetros y con un techo de vuelo de 12.000 metros, y que, por supuesto, carece de asiento y cabina para alojar tripulante alguno. Tras lo visto ayer los primeros que debieran asustarse son los pilotos del SEPLA, porque puede que esto sea el remedo definitivo contra las inevitables huelgas con las que un año sí y otro también esos profesionales tratan de amargarnos los veranos, puentes y demás fechas señaladas. Pero yendo más allá resulta evidente que en el mundo drone se está produciendo un avance gigantesco tanto en autonomía de decisión como en capacidad de operar en cualquier situación imaginable. A medida que estos aviones posean capacidades de cálculo y decisión más poderosas podrán tomar decisiones de manera más autónomas, y no es descartable que, empezando por el campo militar, el futuro de la aviación esté completamente dominado por drones autónomos, en los que el piloto, caro, quejica y sometido a estrés y posibilidad de error, haya sido sustituido por completo por procesadores y núcleos de memoria RAM. Puede llegar un momento en el que vuelen los nostálgicos, pero que deje de ser una profesión como tal.

Las implicaciones militares de todo esto empiezan ya a verse (y discutirse) con preocupación. Transformar la guerra en una versión muy refinada de un videojeugo en el que matar gente es similar a eliminar monstruos en la play hace que la guerra se convierta en algo demasiado trivial, lejano y tentador de cara a quienes deben decidir su puesta en marcha. Además, toda la tecnología que busca salvar la vida de los militares lo hace a costa de aumentar las bajas de los civiles, que son atacados a distancia por las máquinas, precisas, frías y certeras, que se controlan desde ordenadores y oficinas sitos a miles de kilómetros de donde se realizan las operaciones de ataque. La ciberguerra se puede convertir en videojuego mortífero, y no es siquiera necesario pensar en la rebelión de estas máquinas al estilo “Terminator” para imaginar escenarios preocupantes. Esto es el futuro, y ya está aquí.

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