Ayer,
como era de esperar, falleció por complicaciones derivadas del Ébola el
sacerdote Miguel Pajares, que llevaba apenas una semana ingresado en el
hospital Carlos III. Se le trató en los últimos días con un suero que se está
probando en EEUU, que algunos tildan de milagroso, cuando no es sino algo
experimental, y en este caso no funcionó. Cuando llegó a España Miguel ya
estaba condenado, y como dije a muchos con los que hablé entonces, este hombre
venía a morir en casa, tras pasar casi toda su vida fuera de ella, entregado a
los demás. El resto de las polémicas que ha suscitado su repatriación e
internamiento, sinceramente, no las entiendo ni comento.
Pajares es el último de una larga
serie de personas que dan su vida por ayudar a los más necesitados, y que no
dudan en marcharse en su búsqueda, dejándolo todo. En este caso se trataba de
un religioso, en otras ocasiones son laicos cooperantes, a veces es una mezcla
de todo, como el caso de Vicente Ferrer, pero en todos los ejemplos la
secuencia es la misma. Motivados o no por su fe, y angustiados ante la
necesidad que les rodea y cuestiona su forma de vida, se embarcan en una
aventura peligrosa a sabiendas de que lo ponen todo en riesgo, y que muchas
veces no lograrán paliar el problema que tratan de solucionar. Estas personas
son auténticos héroes de nuestro tiempo, héroes que no llevan capa ni antifaz
ni traje llamativo, sino un corazón grande y, sobre todo, un valor inmenso. En
el caso de Pajares, que llevaba muchos años cuidando enfermos en el dispensario
que regía, la llegad del Ëbola no le asustó. A cualquiera de nosotros, yo el
primero, la mención de esa enfermedad le supondría un susto inmenso y unas
enormes ganas de correr, de largarse de allí para salvar el pellejo. Pajares no
se fue. Sabiendo lo que era esa enfermedad, sus consecuencias y la muy escasa
probabilidad de sobrevivir en caso de contagiarse, decidió seguir ayudando a
los enfermos, fueran de esa enfermedad o de otras tantas que no son tan
famosas, como las diarreas o malaria, pero que en África matan cada día a más
personas de las que ha fulminado el Ébola en toda su historia. Pajares siguió
al frente del equipo del hospital, formado por religiosos y laicos, y poco a
poco, uno tras otro, fueron contagiándose de la enfermedad que se iba
extendiendo a su alrededor, sin que nada pareciera útil para frenarla. Sí, hay
que evitar el contacto físico y el intercambio de fluidos, y eso es fácil
usando la tecnología de la que disponen nuestros hospitales, pero en un
barracón en África, ¿cómo no se puede tocar a un enfermo, a un familiar, a un
hermano? ¿Cómo el médico evita contagiarse de la enfermedad que, por todas
partes, le rodea? Pajares y su equipo lo sabían, pero no se rindieron. Sospecho
que, en su interior, y cuando supieron que la enfermedad había llegado a sus
pacientes, asumieron que esta sería con una elevada probabilidad, su última
misión. Que el decidir quedarse era una forma de contagiarse, de dejar su vida
allí. Y no escaparon. No huyeron. No se largaron. No abandonaron a los
enfermos. No eludieron la responsabilidad que, de manera altruista y
voluntaria, habían contraído con ellos. No se escudaron en excusas, no alegaron
un miedo que era natural y humano, no es escabulleron, no se rindieron.
Siguieron día a día como si nada, trabajando sin descanso. Y en un momento dado
alguien del equipo empezó a sentirse mal, y pasó de ser ayudante a ser enfermo,
y poco a poco empezaron a caer todos afectados por el mal que, de tanto
rodearles, en ellos había penetrado. Y entonces conocimos la existencia de
Miguel Pajares, de sus hermanas, del centro que llevaba en África y de los
enfermos que cuidaba. Y cuando solicitó volver a España realmente estaba
otorgando su última voluntad. La de morir en casa.
En estos tiempos de desidia, de
irresponsabilidad, de mangoneo, de ostentación de lo absurdo y de orgullo de lo
robado, de mala práctica, de elusión de las responsabilidades privadas y, sobre
todo, las públicas, de aprovecharse de los cargos pero no sacrificarse por
ellos, de llevárselo crudo y ostentar, el caso de Miguel Pajares, como el de
otros tantos, es una luz en medio de la oscuridad, una estrella titilante en la
noche de la corrupción y la decadencia. Un ejemplo de lo que Javier Gomá
denominaría superejemplaridad, que en este caso conlleva la entrega hasta de la
propia vida por los demás. Como en una versión moderna de Sodoma y Gomorra, hay
justos como Miguel Pajares que a uno le hacen creer que todavía hay esperanza
en el mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario