Todas las historias de desahucio
contienen un inmenso drama del que apenas logramos ver el acto inicial. La pérdida
del hogar, la marcha, el dejarlo todo atrás, el abandono del lugar en el que se
ha vivido, y con los enseres y recuerdos que nos han acompañado a lo largo de
algunos años, muchos, todos quizás. A
Carmen, de 85 años, vivir esta experiencia le ha llegado a una edad a la que
muchos ni aspiran alcanzar, y donde el descanso y la tranquilidad son la
base de una buena existencia. Su hogar, sito en el barrio madrileño de Puente
de Vallecas, fue puesto como aval por su hijo para un préstamo que contrató con
un particular y, al no pagar, lo perdió.
Madre e hijo cometieron dos
errores, graves. El hijo, que no obtuvo préstamo por parte de ninguna entidad
bancaria, acudió a canales más informales, como el de los prestamistas
privados, o personales, que en caso de problemas están mucho menos regulados y
no suelen atender a negociaciones, y la madre, sin duda ilusionada, admitió ser
avalista, término que mucha gente no entiende, y que quiere decir que es el
piso que pongo como garantía el que pierdo si el crédito no se paga. El
avalista pierde su casa si el que tiene que pagar el crédito no lo hace. Errores,
excesos de confianza, creencia en un futuro ilusorio… muchas historias como
esta son las que llenan las páginas de sucesos y han alimentado la burbuja que
hemos vivido en España, y que ahora nos lleva arrastras por el camino de la indigencia.
Sin embargo, una vez que todos lo que podía salir mal salió mal, como le gustaría
al capullo de Murphy, la sociedad, nosotros, hemos inventado instituciones y
sistemas para evitar que una mujer de 85 años acabe en la indigencia de un día
para otro. Sobre la casa de Carmen hay un montón de instituciones competentes,
como el elefantiásico Ayuntamiento de Madrid, o la no menos crecida en
competencias y gastos Comunidad de Madrid, e incluso el cada vez más hueco
Ministerio de Sanidad y Servicios Sociales. Todos ellos cuentan con grandes
departamentos, llenos de personal, medios y estructuras generadoras de costes,
que muchas veces se solapan unos sobre otros, y que entre sus funciones está,
supongo que en un puesto muy elevado, el impedir que una persona de 85 años se
vaya a la calle en caso de un desahucio. Nos enteramos de lo que le pasa a
Carmen un Viernes 21, hace tres días, y junto a la congoja que da la noticia,
uno espera que a las pocas horas haya un respuesta de alguna de esas instituciones
que, entre otras cosas, se financian con los impuestos de todos, también los míos.
Y llega el Sábado, Carmen ya está en todos los medios de comunicación, y de
esos organismos sigue sin saberse nada. Ni palabra. Ni una nota, ni una
persona, ninguna institución de las muchas que uno pueda imaginarse mueve un
dedo, levanta la voz, emite un comunicado, muestra signos de respuesta. Nada,
el vacío. Toda una inmensa estructura legal, burocrática, funcionarial, social,
asistencia, como ustedes quieran llamarla, absolutamente inerte ante un
problema acuciante. Y entonces es cuando, al menos yo, empiezo a sentir un vacío
enorme, una sensación de que vivimos en una sociedad enferma, no sólo porque
cosas como las de Carmen puedan suceder, sino porque no funcionan los
instrumentos con los que nos hemos dotado para evitar que pasen, o paliar sus
consecuencias. Porque “lo de Carmen” demuestra que algo no funciona, algo muy
grave y serio.
Llega el domingo, y Carmen da una rueda de
prensa en la que, entre lágrimas, recibe el apoyo de los vecinos de su barrio y
el
compromiso de ayuda financiera por parte de un equipo de fútbol, el Rayo Vallecano,
que se compromete a buscarle un hogar y pagare el alquiler y sus necesidades básicas
durante el resto de su vida. En equipo de fútbol sale al rescate de un
ciudadano, y de todas las instituciones en las que uno pueda pensar, lo único
que surge es el más absoluto silencio, cargado no se si de indiferencia,
desprecio, indolencia o desgana. Hoy Lunes Carmen, afortunadamente, se levantará
más tranquila que el Viernes, y usted y yo mucho más nerviosos, al saber cómo (no)
funciona la red de protección con la que nos hemos dotado y que,
obligatoriamente, financiamos.
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