lunes, noviembre 24, 2014

El desahucio de Carmen, o nuestro fracaso


Todas las historias de desahucio contienen un inmenso drama del que apenas logramos ver el acto inicial. La pérdida del hogar, la marcha, el dejarlo todo atrás, el abandono del lugar en el que se ha vivido, y con los enseres y recuerdos que nos han acompañado a lo largo de algunos años, muchos, todos quizás. A Carmen, de 85 años, vivir esta experiencia le ha llegado a una edad a la que muchos ni aspiran alcanzar, y donde el descanso y la tranquilidad son la base de una buena existencia. Su hogar, sito en el barrio madrileño de Puente de Vallecas, fue puesto como aval por su hijo para un préstamo que contrató con un particular y, al no pagar, lo perdió.

Madre e hijo cometieron dos errores, graves. El hijo, que no obtuvo préstamo por parte de ninguna entidad bancaria, acudió a canales más informales, como el de los prestamistas privados, o personales, que en caso de problemas están mucho menos regulados y no suelen atender a negociaciones, y la madre, sin duda ilusionada, admitió ser avalista, término que mucha gente no entiende, y que quiere decir que es el piso que pongo como garantía el que pierdo si el crédito no se paga. El avalista pierde su casa si el que tiene que pagar el crédito no lo hace. Errores, excesos de confianza, creencia en un futuro ilusorio… muchas historias como esta son las que llenan las páginas de sucesos y han alimentado la burbuja que hemos vivido en España, y que ahora nos lleva arrastras por el camino de la indigencia. Sin embargo, una vez que todos lo que podía salir mal salió mal, como le gustaría al capullo de Murphy, la sociedad, nosotros, hemos inventado instituciones y sistemas para evitar que una mujer de 85 años acabe en la indigencia de un día para otro. Sobre la casa de Carmen hay un montón de instituciones competentes, como el elefantiásico Ayuntamiento de Madrid, o la no menos crecida en competencias y gastos Comunidad de Madrid, e incluso el cada vez más hueco Ministerio de Sanidad y Servicios Sociales. Todos ellos cuentan con grandes departamentos, llenos de personal, medios y estructuras generadoras de costes, que muchas veces se solapan unos sobre otros, y que entre sus funciones está, supongo que en un puesto muy elevado, el impedir que una persona de 85 años se vaya a la calle en caso de un desahucio. Nos enteramos de lo que le pasa a Carmen un Viernes 21, hace tres días, y junto a la congoja que da la noticia, uno espera que a las pocas horas haya un respuesta de alguna de esas instituciones que, entre otras cosas, se financian con los impuestos de todos, también los míos. Y llega el Sábado, Carmen ya está en todos los medios de comunicación, y de esos organismos sigue sin saberse nada. Ni palabra. Ni una nota, ni una persona, ninguna institución de las muchas que uno pueda imaginarse mueve un dedo, levanta la voz, emite un comunicado, muestra signos de respuesta. Nada, el vacío. Toda una inmensa estructura legal, burocrática, funcionarial, social, asistencia, como ustedes quieran llamarla, absolutamente inerte ante un problema acuciante. Y entonces es cuando, al menos yo, empiezo a sentir un vacío enorme, una sensación de que vivimos en una sociedad enferma, no sólo porque cosas como las de Carmen puedan suceder, sino porque no funcionan los instrumentos con los que nos hemos dotado para evitar que pasen, o paliar sus consecuencias. Porque “lo de Carmen” demuestra que algo no funciona, algo muy grave y serio.

Llega el domingo, y Carmen da una rueda de prensa en la que, entre lágrimas, recibe el apoyo de los vecinos de su barrio y el compromiso de ayuda financiera por parte de un equipo de fútbol, el Rayo Vallecano, que se compromete a buscarle un hogar y pagare el alquiler y sus necesidades básicas durante el resto de su vida. En equipo de fútbol sale al rescate de un ciudadano, y de todas las instituciones en las que uno pueda pensar, lo único que surge es el más absoluto silencio, cargado no se si de indiferencia, desprecio, indolencia o desgana. Hoy Lunes Carmen, afortunadamente, se levantará más tranquila que el Viernes, y usted y yo mucho más nerviosos, al saber cómo (no) funciona la red de protección con la que nos hemos dotado y que, obligatoriamente, financiamos.

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