Este fin de semana se cumple uno
de los aniversarios más redondos e importantes de la reciente historia de Europa.
El 9 de noviembre de 1989, la rueda de prensa que ofrecía uno de los dirigentes
de la RDA se transformó en un murmullo atónito cuando, ante preguntas de los
periodistas, el alto cargo afirmó que ya era posible viajar al oeste sin
restricciones. Al oír esto, miles de berlineses del este y del resto de la RDA
se agolparon en las fronteras para salir de allí, saltaron las alambradas,
escalaron las vallas y franquearon el muro que, desde los años sesenta, les
había tenido encarcelados. Ese día se reunificó Europa.
La mera idea de que un muro
divida una ciudad nos parece inaudita, incomprensible, pero Berlín ha sufrido
esa cicatriz durante décadas, como símbolo de ese telón de acero, que tan
lúcidamente bautizó Churchill, que separaba el oeste del este, términos
geográficos que hoy en día han perdido mucho de su significado, pero que desde
los años cincuenta a los ochenta estaba muy claro para todo el mundo a lo que
se referían. La caída del muro dejó expuestos a ojos de todo el mundo el
fracaso del sistema soviético, la ineficiencia de una dictadura que, diseñada
en principio bajo parámetros racionales y científicos, y buscando satisfacer a
las clases trabajadoras, hacía mucho tiempo que se había convertido en un
régimen militarista y represivo, que coartaba todas las libertades de los
ciudadanos y que, empeñado en llevar la contraria a la lógica del mercado,
había convertido las economías de aquellos países en sistemas obsoletos,
ineficientes y muy contaminantes. Aun habiendo grandes diferencias entre la industria
achatarrable de una RDA y el atraso rural casi medieval de Rumanía, en todas
partes las imágenes que llegaban eran de pobreza, de sociedades coartadas que
habían estado sometidas y engañadas durante mucho, demasiado tiempo. Quizás los
españoles, aunque suene paradójico por situarse en el extremo geográfico del
continente, que durante cuarenta años sufrieron en sus carnes una dictadura,
eran los europeos que mejor podían entender esas imágenes de privación, miedo y
temor al régimen que llegaban a nuestros hogares. El derrumbe de un mito, el de
la eficiencia soviética, el de la alternativa a la economía de mercado, fue
mucho más profundo y sonoro que el de la caída física del muro, aunque
no posea imágenes de fuerza y emotividad comparables a las de esas
familias que se reencontraban tras décadas de separación, que convivían en la
misma ciudad y que por fin podían volver a abrazarse. La Unión Europea
encontró en el este su sentido más profundo, y la ampliación hacia esos países,
hecha de manera ilusionada pero muy precipitada, fue el objeto fundamental de
empeño a lo largo de la siguiente década. Hoy Europa, sumida en una grave
crisis económica y existencial, está para pocos festejos, y algunos incluso
miran con añoranza la seguridad y tranquilidad que emanaba de esos regímenes
(nostálgicos del paso militar los hay en todas partes, aquí también, y todos se
equivocan) y lo que para muchos se veía como un sueño de progreso y crecimiento
económico parece haberse convertido en una pesadilla de desempleo, aumento de
la pobreza y sensación de desgobierno, con la eclosión de nuevos y diversos
populismos en muchas naciones del continente, no sólo del este, como síntoma de
esa enfermedad que parece querer corroer nuevamente a la Unión. No nos dejemos
llevar por el pesimismo, es mucho lo que hemos logrado en este cuarto de siglo,
y mucho más es lo que nos queda por construir. Y juntos, y libres, podremos
hacerlo. Divididos y enfrentados volveremos a caer en la maldición europea de
la guerra.
Hace un año visité Berlín, una
ciudad impactante en la que el exceso de historia aflora en cada una de sus
esquinas, construcciones y ruinas. Símbolo de lo bueno, lo malo y lo peor del
continente, el muro ya no existe salvo en lugares conservados para turistas, y
la ciudad se presenta ante el visitante como única y coherente, pero sigue habiendo diferencias,
sutiles y gruesas, que revelan un tortuoso pasado. Fuera de las zonas de
turisteo quedan restos no sólo del muro, sino de la tierra de nadie en la que muchos
murieron asesinados por los vigías de la valla, tratando de pasar al oeste. Nunca,
nunca, debe repetirse algo así. Debemos trabajar día a día, sin descanso, por
la memoria de los que lucharon por la libertad del este, para que nunca vuelvan
años oscuros como aquellos.
El Lunes es fiesta en Madrid, no
habrá artículo. Pasen un buen fin de semana y hasta el Martes!!!
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