No ha tenido mucha suerte el
Congreso de los Diputados al aprobar, por una enorme mayoría, una resolución
que insta al reconocimiento del estado palestino justo el día en el que un
sangriento atentado terrorista ha causado varias víctimas en una sinagoga de
Jerusalén. La declaración votada, que busca, a través de esa llamada al reconocimiento,
tatar de presionar a ambas partes para que traten de alcanzar acuerdos, llega
en uno de los peores momentos (es difícil decir si los ha habido buenos) entre
ambas comunidades, y probablemente sólo sea un texto ceremonioso y no sirva
para mucho.
Y es que 2014 marca un nuevo hito
en la escalada de violencia que se vive en oriente próximo, escalda que no deja
de aumentar peldaños en lo que parece un infinito ascenso a la montaña del
odio. La guerra que, durante el verano, Israel desarrolló en la franja de Gaza
y los atentados que desde hace semanas, de manera improvisada pero efectiva, se
llevan a cabo en Jerusalén, han elevado mucho el número de víctimas y los
destrozos, y la sensación de que es imposible alcanzar ningún tipo de acuerdo
en la zona. Toda esta violencia sólo está sirviendo para que los moderados de
ambos bandos se vean relegados al ostracismo por los radicales, que se
alimentan del odio. Por el lado israelí, que mantiene un estado sobre el
territorio, y que debe seguir allí, su seguridad cada vez es menor. Sometido a
una intensa presión por todos los flancos, su tendencia a reaccionar como un
toro rabioso cada vez que es espoleado le ha hecho perder una gran parte de su
credibilidad y prestigio internacional. Los laicos y liberales del país se ven
arrinconados por los ortodoxos, que reclaman nuevas tierras, ampliando los
asentamientos, en contra de muchas de las normas internacionales, y la soledad
del país aumenta a la vez que su sensación de inseguridad. Por el lado
palestino, en un territorio desmembrado, que tiene que convertirse en un estado
viable, la situación aún es más compleja. Dividida completamente su sociedad entre
en los moderados y los islamistas radicales, el auge de estos últimos,
encarnados en Hamas, amenaza con secuestrar a todo el movimiento, haciéndose
con la visibilidad de la causa y convirtiendo la bandera palestina en un apéndice
de la nueva guerra islamista que se vive en otras partes del mundo, algunas de
ellas muy próximas. Hamas y sus secuaces no reconocen al estado de Israel y no
tienen intención alguna de hacerlo, y cada vez que un ataque del ejército
israelí se abate sobre ellos las víctimas civiles que deja son la mejor de las
gasolinas para incendiar a la población a la que someten en las zonas que
controlan, principalmente Gaza. Poco a poco los interlocutores de la Autoridad
Nacional Palestina parecen estar siendo arrinconados por la nueva vanguardia
islamista, y esto es una receta casi segura para nuevos enfrentamientos,
ataques y réplicas, que sólo van a causar muerte y dolor en una población
palestina que, como la de gran parte de Israel, se encuentra a merced de movimientos
violentos que no puede controlar pero que sufre en el día a día. El panorama no
puede ser más deprimente y, con cada nuevo atentado, se entierra más una
posible solución de paz, basada en la premisa de los dos estados, que nadie sobre
el terreno parece querer ni, sobre todo, imponer.
La llamada comunidad internacional, esa expresión
tan vacía, mira a este problema cada vez con más hastío e indiferencia. Parece
que nada de lo que se intente va a lograr frenarlo, y sólo una intervención decidida
que obligase a ambas partes a acordar y respetar lo acordado, algo imposible
siquiera de imaginar, podría servir para forzar un acuerdo. La táctica de
aprobar las resoluciones de reconocimiento, como la española de ayer, es una
estrategia de la UE para hacerse oír en una zona donde carece en la práctica de
la relevancia debida. Está por ver si será útil o no, pero dado que parece que
todo lo que se haga no sirve para nada, probemos esto a ver qué tal sale.
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