Ayer, durante en el viaje en
metro de camino al trabajo, temprano, una chica se puso a llorar en el vagón en
el que yo me encontraba, a escasos metros de mi. Se subió en una de las paradas
que hay desde el tramo en el que yo lo cojo hasta el intercambiador en el que
efectúo el primer cambio de línea rumbo a mi destino. No es de las chicas
habituales que usan el metro a esas horas, dado que, como yo, otras personas
mantienen sus rutinas de horarios y al final, entre semana, no somos pocos los
que coincidimos, especialmente por la mañana, dado que la flexibilidad a la
hora de la salida sueles ser mucho mayor.
La chica subió con un semblante
serio, que es el que domina a unas horas en las que casi todo el mundo desearía
seguir estando arropado por las mantas. Es una seriedad impuesta, que significa
cansancio y sueño, pocas veces auténtica adustez. No había sitio para sentarse,
yo iba de pie junto a una de las puertas de salida y ella se fue a apoyarse al
extremo del vagón más cercano a la puerta en la que yo me encontraba. Altura
mediana, gesto común, pelo largo liso, gafas grandes, vestimenta más bien
deportiva y ojos amplios y brillantes, y una mochila que situó en el suelo
entre las piernas. Como casi todo el mundo se sacó el móvil y empezó a trastear
en él, moviendo los dedos, inicialmente rápido, luego de manera más pausada. A
medida que se ralentizaba el gesto de sus manos su cara se iba poniendo más y
más seria, su gesto forzado, tenso. Me pareció intuir por un momento un atisbo
de lloro, pero creí que no sería tal. Sin embargo, en unos pocos segundos, esa
sospecha se transformó en un llanto verdadero, en un gesto de auténtica
tristeza, de dolor, en el que las lágrimas salían de los ojos y todo el cuerpo
trataba de contenerlas. Ella intentaba controlarse, pero apenas podía. Seguía
de pie, pero se le notaba que cada vez le costaba más estarlo. Emanaba
impotencia y pena. De vez en cuando movía los dedos sobre la pantalla, a
impulsos, ráfagas, quizás contestando algún mensaje, escribiendo notas, no
lose. Alguno de los pasajeros del vagón que estaban cerca de mi también se
apercibieron de lo que le estaba sucediendo a esa chica, pero en medio del
silencio de un viaje matutino, roto por el ruido del tren en sus maniobras y
alguna conversación que se desarrollaba en el otro extremo del vagón, ni una
palabra salió de nuestras bocas. La chica se agacho sobre su mochila, la abrió
y sacó un paquete de pañuelos de papel, del que extrajo varios para secarse las
lágrimas que sus ojos seguían emanando. Se quitó las gafas y se pasó la cara
con delicadeza pero muchas ganas. Por un momento parecía que las lágrimas se
contenían, pero al poco elevó la vista al cercano techo y, como queriendo mirar
al cielo, volvió a prorrumpir en llanto, siempre silencioso, sin aspaviento,
sin gestos, seria y doliente, pero no trágica. En ese momento el tren llegó a
la parada en la que me tenía que bajar. Abrí la puerta e hice el gesto de
salir, no sin antes mirar hacia el lateral y comprobar que allí seguía la
chica, mirando a un techo infinito, a un cielo metálico, marrón y artificial,
no se si demandando justicia, buscando consuelo o queriendo despedirse de
alguien. Hoy, en el mismo viaje, a la misma hora, no se ha subido a mi vagón.
No hay soledad mayor de la que se
siente cuando, rodeado de personas, todas ellas te son ajenas. La ciudad, su
multitud, esconde en sí misma una de las soledades más crueles y paradójicas
imaginables, dado que en medio de la nada la mente entiende el vacío, pero no
lo asume rodeado de personas. Esa chica, en un vagón bastante lleno, estaba
completamente sola. Si hubiera sufrido un desvanecimiento o problema físico algunos
le habríamos ayudado, casi seguro, pero su desgarro, emocional, sentimental,
personal, de la naturaleza que fuese, era más profundo que muchos dolores físicos
y, rodeada de personas, no recibió consuelo de ninguna de ellas. Entre todos, rodeada
por todos, estaba sola.
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