Fue Felipe González el que acuñó
los conceptos con los que he titulado hoy, refiriéndose al hecho de que, en
política, a veces los resultados no son lo que parecen. Se
puede ganar en general pero perder en casi todo, y no ser el primero en casi
ningún lado pero acceder al poder. En unas elecciones tan atomizadas como
las municipales, esto es obvio. Ayer en votos acumulados ganó el PP, pero eso
no quiere decir nada si no se puede transformar en alcaldías. En voto absoluto
el PSOE y los movimientos de Podemos no ganaron, pero si son capaces de
coaligarse alcanzarán una enorme cuota de poder, como no la han tenido en mucho
tiempo.
Esa es la gran lección que se
puede extraer de las elecciones de ayer, y que el PP se ha negado a ver en
estas pasadas semanas. Ganar ya no es gobernar. Con cuatro partidos en liza en
casi todos los consistorios y parlamentos autonómicos, es imposible conseguir
mayorías absolutas y se abre un tiempo de pactos, acuerdos y negociaciones en
las que el PP parte con todas las de perder. Su estrategia electoral se basaba
en dos pilares. Por un lado el reconocimiento mediante el voto de la
recuperación económica, que desde hace ya varios meses vive el país, y por otro
el que el peso real de los movimientos de izquierdas que auguraban las
encuestas sería mucho menor. Ambos factores no han funcionado como esperaban en
Génova. Por un lado la recuperación, que existe, no es capaz de tapar aún las
heridas de una crisis que ha hecho mucho daño y ha transformado, en gran parte,
a la sociedad española. La falta de empatía del PP con los que más la están
sufriendo ha sido clamorosa, y fíjense que digo empatía, no dinero ni recursos.
Quizás con unos gestos, una forma de presentar las cosas mientras se hacían el
PP hubiera podido salvar los muebles, pero no ha sido así. La otra premisa, la
burbuja demoscópica de Podemos y Ciudadanos, tampoco ha sido tal burbuja. Los
resultados alcanzados por Ada Colau en Barcelona y Manuela Carmena en Madrid son,
partiendo de la nada, espectaculares, y otro tanto sucede con las alcaldías
gallegas, arrasadas por una marea de descontento ciudadano. En muchas de estas
localidades el PSOE, que se presenta como ganador de estas elecciones, resulta
ser barrido del mapa hasta ser convertido, a mucha distancia, en tercera fuerza
(el desastre de Carmona en Madrid capital es antológico) pero, y eso es cierto,
el PSOE no se convierte en el PASOK, y va a poder alcanzar poder, lo que le dará
un aire de vitalidad de cara al enfrentamiento en las generales. En el mapa
autonómico la situación es parecida. Salvo Extremadura (el PSOE mantiene
Asturias), donde Monago pierde pese a todo su populismo desatado, el PP gana en
el resto de comunidades en liza pero perderá el gobierno de muchas de ellas, como
puede ser el caso de Castilla la Mancha, Cantabria, Baleares o la Comunidad
Valenciana. Los barones regionales pierden el cetro y se enfrentan a una
legislatura en la que coaliciones a varias bandas, cuyo principal aglutinante
es el descontento ante el PP, se harán con los gobiernos. Si en 2011 la ola de
indignación contra el desastre de ZP aupó al PP a su mayor cuota de poder local
de la historia, esa misma ola indignada le ha destronado hoy. El error de no
ver por qué pasó aquello en 2011 es la causa del desastre de hoy.
Para el resto de formaciones el resultado es
dispar. Ciudadanos, partiendo de la inexistencia, logra un fantástico
resultado, que le obliga a enfrentarse con la realidad y enseñar sus cartas de
cara a pactos futuros. IU y UPyD son los grandes perdedores, estando casi
condenados a la desaparición. Y en el bando nacionalista el PNV sonríe tras
conservar Bilbao y hacerse, tras muchísimos años, con San Sebastián, mientras
que CiU camina de derrota en derrota tras la figura del desnortado Mas, y
pierde su joya de Barcelona. Como bien dijo el periodista Rubén Amón, la
jornada de reflexión de estas elecciones no era el sábado, sino hoy lunes. Y
tanto ganadores como perdedores tienen mucho en qué pensar.
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