Les hablaba hace unas semanas de
la carrera que corrió mi amiga EIA y del sufrimiento del corredor, maratoniano
o no, y de lo imposible que es alcanzar esos logros sin pundonor, y unas
cuentas reflexiones más dichas desde la distancia del cómodo observador. Este
viernes festivo fui a dar una vuelta en bici con un compañero de trabajo, OOM.
El término “dar una vuelta” es engañoso, porque se intuye cómodo, agradable y
tranquilo, y lo cierto es que, si exceptuamos la belleza del entorno de la
sierra madrileña, no se cumplió ninguno de los tópicos que antes mencionaba.
Más bien fu un puro ejercicio de sufrimiento.
La idea era, llegando en coche a
Miraflores de la Sierra, subir el alto de la Morcuera, de primera categoría, y
bajarlo para alcanzar Rascafría, dar una vuelta por ahí y volver por la misma
ruta de antes hasta el coche. Como el camino de retorno fue una odisea en la
que no fui capaz de hacer en bici ni una tercera parte de la ascensión, les
contaré mis sensaciones durante la primera subida, que sí logré coronar, aunque
en un estado lamentable. Enfrentarse a un puerto de montaña en bici es ser
consciente de que nunca, hasta que llegues al final, vas a tener descanso.
Sufrirás más o menos, tendrás momentos duros y otros mucho más, pero no vas a
poder descansar, dado que si dejas de dar pedales te caes. Es una prueba de
esfuerzo continuada que te va minando poco a poco, mientras la cabeza aguanta
el dolor y sabe que, por cada pedalada, el final está más cerca. Es esa ilusión
en el final, que a veces se ve y otras no, la que te permite sacar fuerzas,
conservar la esperanza y seguir en el esfuerzo. El viernes la subida se
presentaba continuada, con rampas medias del 7% y 8% por kilómetro durante los
cerca de ocho kilómetros de subida, que siguen una carretera algo estrecha de
dos carriles, firme bueno aunque con tramos agrietados, y un paisaje de inmensa
belleza, rodeado de bosques y de vistas asombrosas a medida que se va ganando
altura sobre el llano. Empecé poco a poco, sabiendo que el reto de la ascensión
iba a ser muy duro para mi, pero con la ilusión de que podría afrontarlo. No
estoy en plena forma, ni mucho menos, pero sí esperaba llegar a la cima con
solvencia. A mi lado OOM, que no había cogido la bici desde a saber cuándo,
pero que no deja de hacer deporte, iba a mi ritmo con notable comodidad. Los
kilómetros pasaban y la ascensión cada vez era más bella, pero mis piernas
empezaban a reclamar la atención a una cabeza que no dejaba de contemplar el
paisaje. Con una respiración acelerada y una sensación de dolor cada vez más
intensa, metí un desarrollo más cómodo y traté de regular, viendo que la subida
iba a ser mucho más dura de lo que esperaba. A mitad de ascensión, y tras
lograr convencerlo, OOM me dejó atrás, dado que su rito suave de subida era más
rápido del ya muy renqueante en el que yo me movía. Y es en esos momentos
cuando uno empieza a darse cuenta de que ascender es sufrir, y poco más, que es
aguantar, persistir, perseverar, bajar la cabeza, apretar los dientes, tratar
de que el dolor que te sube desde la rodilla a la cadera y te inflama las
piernas no te domine, de que el calentón que sientes en tus extremidades no
inflame tu mente. En ese momento, haya miles de personas al lado tuyo o no, estás
completamente sólo. Tú, la máquina y la cuesta, y todo depende de cuánto
aguantes y de lo larga que sea la pendiente. Uno de los dos va a ganar.
Los tres últimos kilómetros de ascensión fueron
eternos, inacabables, de minutos que parecen horas y metros que se estiran como
kilómetros. Atisbando ya la meta, el collado en el que la carretera, caprichosa,
cambia de pendiente y se tira hacia el otro lado, el viento frío e intenso salió
a recibirme, para que no fuera solo el Sol quien me acompañase hasta lo alto.
De frente, sin pausa, el viento gritaba como si quisiera que no alcanzase la
meta, y yo, casi desfallecido, como un Ulises atado a, en este caso, un
manillar, no alteraba el rumbo fijo en el cartel del puerto de montaña. Lo
alcancé, desfondado, deshecho, dolorido, sin ninguna sensación de vitoria, sólo
de daño, sin saber lo que me esperaba aún. Y ahí estaba OOM para ayudarme.
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