Ayer mismo, mientras
disfrutábamos de un refrescante descenso de las temperaturas, cuando las
terrazas de finales de mayo seguían llenas en todas las ciudades, estando la
cartelería electoral colgada en farolas y demás estandartes de la ciudad,
mientras unos cuantas personas y yo disfrutábamos de un bello concierto de
música renacentistas en el Museo del Prado, miles
de personas huían con lo puesto, o ni siquiera con eso, de la ciudad iraquí de
Ramadi, a unos cien kilómetros al oeste de Bagdad, mientras las banderas
negras de DAESH se elevaban en azoteas y minaretes, anunciando la llegada de la
pesadilla.
Somos tan volubles que si los
islamistas no degüellan ante nuestros televisores o asesinan en nuestras calles
los olvidamos como si no hubieran existido. Pero no, siguen ahí. De hecho la
constancia que muestran, su absoluta perseverancia hasta el final, es una de
sus mayores bazas. Ante ella, la estrategia occidental, caracterizada por la
duda, el impulso potente seguido del repliegue, y la ausencia de ideas a medio
y largo plazo, está condenada a fracasar, o al menos a no doblegar al enemigo.
Resulta descorazonador que se vaya a cumplir un año de la fundación de ese
infame califato islámico y que sólo hayamos sido capaces de movilizar unos
aviones para que efectúen bombardeos tácticos que apenas logran frenar el avance
de sus huestes. A lo largo de estos meses DAESH ha reculado en algunas zonas
pero se mantiene muy firme en otras, y allí donde reina el terror se impone con
fiereza inusitada. Son miles las personas asesinadas por sus creencias, o su
falta de ellas, que lo mismo da. Los refugiados crecen, ya que a medida que la
ola negra avanza la población huye despavorida para salvarse de esos asesinos,
en una clara muestra de lo eficaz que resulta su estrategia de tierra quemada,
por muy repugnante que nos pueda parecer. Ahora, nuevamente Bagdad aparece en
el horizonte de estas tropas fanáticas, y se vuelve a mostrar la fragilidad del
ejército iraquí, en el que tanto dinero invirtieron los norteamericanos, en lo
que, sin duda, es una de sus inversiones más ruinosas de tofos los tiempos. Son
los chiíes, aliados de Irán, enemigos acérrimos del poder establecido en
Bagdad, los que combaten en primera línea contra las filas de la bandera negra,
y ponen muertos, muchos muertos, que es la forma de impedir que los asesinos prosperen.
Pero este combate corre el riesgo de eternizarse, porque ambas partes obtienen
refuerzos de fanáticos llegados de todo el mundo y de ingresos que aportan los
países que, de manera encubierta o descarada, los amparan. Es una guerra muy
sucia, de constante desgaste, de frentes móviles, bastante urbana, carente de divisiones
mecanizadas que se enfrentan en campo abierto, y si de incursiones, grupúsculos
de unos cien combatientes que atacan aldeas y las arrasan, y tratan de
consolidar territorio. Si no se produce una intervención decidida por parte de
fuerzas occidentales el riesgo de que la situación se eternice es muy elevado. Ese
mismo escenario es el que contemplamos cada día en la guerra de Siria, que ya
va por su cuarto año, y es el más absoluto caos imaginable, con todos contra
todos y sin que nadie sea capaz de vencer, en una versión repugnante y nada
atractiva de Juego de Tronos.
Ahora Ramadi ya es territorio hostil a la vida y
la inteligencia, pertenece a la edad media mental en la que viven los fanáticos
de DAESH, y para sus moradores las alternativas son sólo tres. Muerte,
sometimiento o huida. Irak vuelve a ser el ejemplo de hasta qué punto pueden ir
las cosas mal y el desastre humanitario, expresión vacua que sirve para calmar
nuestras conciencias, no deja de crecer. Y, por supuesto, no seremos capaces de
ofrecer la sangre de ninguno de nuestros compatriotas para defender la
civilización (cristiana, musulmana, con o sin el apellido que deseen) y como en
los treinta, el nazismo, antes de cruz gamada, ahora de caracteres islamistas,
seguirá expandiéndose. Ramadi es, también, nuestra derrota.
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