martes, mayo 19, 2015

Lo que cuesta un riñón, literalmente

La noticia es compleja, sórdida, y revela el submundo que está continuamente en ebullición aunque no seamos conscientes de ello. El jefe de un clan serbio dedicado al ropo de casas descubre que su hijo necesita un trasplante de riñón, y como no es capaz de encontrarlo en los armarios de las viviendas que desvalija, encuentra un inmigrante, al que ofrece 6.000 euros a cambio de ese órgano. El inmigrante acepta en principio, acuciado por la necesidad, pero luego se lo piensa dos veces, y entonces empiezan a chantajearlo y amenazarles para que se tumbe en la camilla y entregue, como si se tratase del mercader de Venecia, la carne estipulada.

Esta historia de malos malísimos y bueno pobrísimo pone sobre la mesa, otra vez, el orillado asunto del comercio de órganos para trasplantes, del que estamos libres en España, salvo situaciones como la descrita, pero que parece estar a la orden del día en otros lugares, y digo parece porque de esto sí que no hay información fiable. España es líder mundial de donaciones, con 36 donantes por millón de habitantes, según pude oír ayer por la radio, y aun así hay listas de espera de enfermos que ansían recibir los órganos que les permitan escapar de, sino una muerte próxima, sí de una vida esclavizada a una máquina. En todo el mundo las listas son amplias, y hasta que la tecnología permita recrear órganos personalizados, cosa que puede ser realidad en unas pocas décadas, la demanda es muy superior a la oferta, y esto hace que, desde una visión económica, el precio suba. El órgano donado se “cotiza” en un mercado de demanda muy inelástica y oferta ilegal. Hay voces que reclaman que, para acabar con este problema, se de libertad a las personas para entregar sus órganos, y que se pueda comerciar con ellos, de tal manera que el “precio” del riñón bajaría y no sería necesario que personas de países del tercer mundo sean amputadas para conseguir ese órgano. Sin embargo este debate es muy vidrioso, porque abre las puertas no sólo a la plena comercialización de la salud, aún más de lo que ya lo está, sino al hecho de que los que tengan suficiente dinero puedan comprar su bienestar saltándose las listas de espera y accediendo a un privilegio que les puede dar, literalmente, la vida. Para un sistema público de salud esto es impensable, porque es la lista de espera, el que primero llega, o la prioridad de urgencia, el que peor está, lo que determina a quién se le implanta el nuevo órgano que se disponga, y así es como debe seguir siendo. Pero, ¿y la sanidad privada? Hoy en día ya tenemos centros privados, en España y fuera, en los que pagar mucho dinero puede representar, en ocasiones, acceder a tratamientos no disponibles en la sanidad pública. Creo que para las cosas serías de verdad la sanidad pública, al menos en nuestro país, sigue estando a años luz de la privada, pero esa sensación de que se puede “comprar” la salud existe en la población. ¿Y cuál es el límite? ¿Hasta dónde podemos considerar presentable pagar y obtener a cambio un trato mejor? Si lo único que ofreciese la sanidad privada serían habitaciones individuales, grandes y muy cómodas, es probable que este debate no existiera. La mera sensación de que el importe de la cuenta corriente determina las posibilidades de supervivencia es algo que nos asusta y, en gran parte, repulsa, pero se produce cada día en muchos países que no poseen un sistema sanitario asistencial como el nuestro, léase el europeo. Sin irse muy lejos, es sabido que en EEUU la sanidad es mucho más un asunto de ingresos y costes que de prestaciones y medicinas.

Noticias como esta de la que hoy hablo nos ponen ante debates que resultan incómodos, que preferiríamos evitar, pero que tocan problemas que existen en nuestro día a día, más o menos presente. Prostitución, drogas, eutanasia, aborto, etc son cuestiones muy complejas, carentes de soluciones fáciles, inmediatas y sencillas (carentes por completo de ellas en casi todos los casos) que polarizan mucho nuestras discusiones y nos ponen al borde de nuestros ideales, prejuicios, valores y creencias. Y estos asuntos, y otros similares de igual complejidad, no dejan de ser cada vez más relevantes en una sociedad, la nuestra, cuya complejidad no deja de crecer. El caso de ayer era delictivo en todos sus aspectos, negro como él sólo, pero ¿cuántas zonas grises encontramos cada día?

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