El estilo político de Rajoy ha
sido criticado desde su más tierna infancia. Indolente, diletante, pasota,
dejado… muchos y gruesos han sido los adjetivos descalificativos usados sobre
su persona y formas, que la verdad son extrañas y provenientes de otra época.
Como respuesta a sus críticos, Rajoy puede exhibir su currículum, en el que desfilan
cargos hasta aburrir y una victoria que le llevó en 2011 a la presidencia del
gobierno, cosa de la que sólo pueden presumir con orgullo seis personas desde
que Suárez, el primero de ellos, lo consiguió. Por tanto, el método Rajoy,
extravagante e incomprensible para muchos, le ha funcionado.
Pero eso no quiere decir que vaya
a seguir haciéndolo en el futuro. Ejemplos tenemos de líderes que, sin salirse
de nuestro país, comenzaron con una trayectoria política ascendente pero que,
ante cambios de la realidad que les tocaba gestionar, se negaron a admitirla,
se llenaron de soberbia, desconocimiento o tacticismo, y acabaron fracasando
estrepitosamente. El caso del gobierno de ZP es paradigmático. Tras una primera
legislatura en la que pudo y debió cambiar el rumbo de la política económica,
ZP se dedicó a inflar aún más la burbuja que le permitía mantener un nivel de
gasto insostenible, que era la fuente de sus votos, dada la sangría que le
suponía sus muchas declaraciones y medidas puramente políticas. Cuando la
burbuja estalló ZP se negó a verlo, nunca reconoció su error y siguió, como los
dibujos animados, pataleando en el aire mientras el abismo se agrandaba bajo su
figura, en la creencia de que ese foso no era real. Llegó un momento en el que
sólo el se creía a salvo del desastre, y el desastre le consumió. Visto en
retrospectiva, ¿pudo hacer algo para evitar su derrota? Muy probablemente no, y
cuando llegó el rubicón de 2010 su única opción elegante (y coherente) era
dimitir. Pero en 2008 y 2009 pudo hacer algo para enderezar la situación o, al
menos, que no se desarbolara del todo. ¿Por qué no lo hizo? No lo se. Cientos
de articulistas nacionales e internacionales repetían todos los días que íbamos
a un desastre cierto, como así fue, pero desde el gobierno y sus fieles, que
siempre los hay a la vera de cualquier poder, nada se cambió. Todo siguió igual
y ZP y el PSOE fueron directos a los arrecifes que los destrozaron y hundieron.
En la playa, Rajoy contemplaba el espectáculo, sabiéndose seguro ganador de la
contienda, y mientras recogía los pertrechos dejados por la marea se sentía
seguro y satisfecho. Hoy, pocos años después, en una coyuntura económica algo
distinta a la de entonces (pero ojo, con las mismas debilidades esperando a
aflorar) Rajoy vuelve a ser el capitán de un barco que, ciego ante la realidad,
dirige su proa rumbo a otros arrecifes que, como todos, son más poderosos que
la nave en la que se ha embarcado. Oye los cantos de sirena de los aduladores
que siguen subidos a su chepa, algunos también lo estaban en la chapa de
presidentes pasados, y confiando en su instinto, espera que el agua suba, la
nave se eleve y el trompazo electoral de este Domingo sólo sea un susto sin consecuencias.
Convencido
de ello, sujeta firme el timón y no va a hacer cambio alguno.
Y como pasó con ZP en su momento, analistas,
periodistas, opinadores, gente de la calle, barrenderos, todo el mundo sabe que
es seguro que se va a estrellar, que guía la nave con la misma soberbia y
ceguera de quienes antes le precedieron, y de que llegará un momento en el que
será demasiado tarde para cambiar de rumbo (ya lo es, creo) y que las generales
de noviembre, sea cual sea su resultado, le quitarán la mayoría absoluta y
abrirán el camino a un gobierno, o muy débil del PP, o de coalición de fuerzas
opositoras. Y en ese momento alguien lamentará a la vera, al lado mismo de
Rajoy, los errores cometidos. Y conociendo al presidente, es probable que los
admita y entonces se dé cuenta de la oportunidad que perdió. O no.
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