Somos muy hipócritas en el tema
de la corrupción. Castigamos sin saña a quienes la practican si no son “de los
nuestros” y nos mostramos comprensivos con los de nuestro bando cuando realizan
actos igualmente reprobables. Por no hablar de la pequeña corruptela de cada
día, en la que de una manera muy laxa, y siempre a favor de uno, nos saltamos
las normas porque no nos ven, nos conviene, no nos pillan o porque nos da la
gana. Esas pequeñas corruptelas son las que inflan el globo de la gran
corrupción, y mal síntoma es que alguien se indigne cuando se usa ese
argumento. Parece que en estos tiempos la gente es más inflexible con estos
comportamientos, pero ya veremos que ocurre cuando vuelva el dinero y la
fiesta.
Y luego, además, hay sectores en
los que la corrupción anida sin tapujo alguno y nadie la denuncia ni a nadie
escandaliza. El fútbol es el paradigma absoluto de esto. Pocos sectores
económicos habrá que generen mayor cantidad de dinero y que estén sometidos a
menos controles que el fútbol, y todo lo relacionado con él. Equipos,
federaciones, directivos, entrenadores, jugadores… las cifras que se mueven en
torno a cada uno de los miembros de este colectivo son disparatadas, fruto de
un ansia social que les ha colocado en el pedestal más absoluto, desde el que
les consiente hacer lo que les venga en gana si el equipo de los colores gana.
Muchos han sido los casos destapados en torno al fútbol, el
último el conocido ayer sobre la presunta corrupción que se investiga en torno
a numerosos altos cargos de la FIFA, que al final se han quedado en nada,
me da la impresión de que por ausencia de ganas de investigarlos, y no me
atrevo a afirmar que por orden de no hacerlo para no acabar en el fondo del
encofrado de las obras de un nuevo estadio. Resulta asombroso ver como las
administraciones públicas carecen de recursos para todo, pero las obras en los
estadios no cesan, financiadas generosamente con recursos públicos, y las
subvenciones, directas o encubiertas, se mantienen para que el sector siga
viviendo a cuenta del estado y los particulares. Los gobiernos saben, desde la
época romana, lo importante que es tener a la gente entretenida con
espectáculos que les impidan darse cuenta de lo que sucede realmente, y por
ello es seguro que no se realizará inspección fiscal alguna por parte de la
Hacienda, que no duda en meter a muchos en la cárcel, para controlar los
contratos entre equipos, jugadores y representantes, donde es más que probable
que se produzcan elusiones fiscales de gran calibre, o se revisen las
operaciones urbanísticas que permiten recalificar terrenos municipales de
enorme valor y donárselos por la cara al equipo “de los colores” a cambio de
nada. Algunas asociaciones vecinales han paralizado un juego de este tipo en
torno al Santiago Bernabéu, pero sin que ninguna instancia pública, que entre
otras cosas para eso cobra, hubiera investigado el asunto. Si en los palcos de
los estadios se cocinan acuerdos entre políticos y empresarios, cómo va alguna
instancia municipal o nacional a investigar a los presidentes de los equipos,
cuyos comportamientos públicos son, por lo general, lamentables, y cuyas
finanzas privadas crecen como la espuma durante su etapa de gestión de los
clubes? Y por no hablar de asuntos como el reparto de los derechos televisivos,
la ausencia de controles antidopaje dignos de tal nombre (desde luego nada que
ver con el ciclismo) y un montón de aspectos más que muestran, día a día, que
el fútbol es un territorio en el que la ley no impera, y que el dinero,
repartido entre muy pocos, y de manera opaca, es el auténtico balón que rueda
por el terreno de juego.
Y ante estas evidencias, ¿cuál es la reacción de
la sociedad? ¿Pita a los jugadores como a los políticos cuando van a los
plenos? ¿Realiza escraches frente a sus mansiones como junto a la casa de
banqueros? ¿Se moviliza en su contra y les da la espalda como hace con los
gobernantes? No, nada de eso. No deja de aplaudir a los modernos gladiadores,
se desgañita gritando sus nombres, se vuelve loca con sus victorias, y continua
elevando el pedestal desde el que, esas figuras, y los que entorno a ellas
viven, siguen existiendo fuera de todo control, riéndose sin parar de la claque
que les ha elevado al altar desde el que contemplan y manejan la vida de todos
a su antojo. Y que no deje de haber partidos nunca, nunca jamás.
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