Ayer se cumplieron treinta años,
treinta ya, desde que el Transbordador espacial Challenger explotó en su
lanzamiento, en una fría mañana de enero en la Florida. A los 76 segundos de
abandonar la plataforma de lanzamiento, el fallo de una junta aislante en uno
de los cohetes auxiliares de combustible líquido provocó una fuga de gases que acabó
por reventar los depósitos de hidrógeno y oxígeno líquido y todo explotó en una
gigantesca bola de fuego. Miles de personas en vivo, millones en televisión,
pudieron verlo en directo. En
este estupendo artículo Daniel Marín se lo cuenta con todo el detalle, técnica
y cariño del mundo.
Pocas cosas nos apasionan más, y
son más antinaturales, que el espacio. No tenemos opción alguna de sobrevivir
en ese entorno salvo un montón de tecnología cuyo fin, casi en exclusiva, es
defendernos. Y para acceder allá arriba sólo hemos inventado, hasta la fecha,
una manera, que es subirse a un cohete. Y en el fondo, eso es casi suicida. Un
cohete no es más que una bomba explotada poco a poco y cuya deflagración se
dirige hacia un punto, el contrario al que se encuentra la tripulación. Un mínimo
fallo y todo el cohete se puede ir al traste de la manera más trágica y
espectacular posible. Los astronautas que se suben a esas máquinas saben que en
todo momento, desde ese punto de no retorno en el que la maquinaria, ya puesta
en marcha, no se puede frenar, sus vidas están bajo peligro, un enorme peligro.
Miles de personas han trabajado muchísimo, y otras miles lo hacen durante todo
el momento del vuelo, (realmente los cohetes espaciales no vuelan, pero nos
entendemos) pero el más mínimo fallo puede ser letal, y todos lo saben. Y una
vez que el módulo habitado llega a la órbita, en la actualidad a una muy escasa
distancia de la superficie, unos 400 kilómetros, los riesgos siguen. Fugas en los
trajes, problemas en la estación, basura espacial, radiaciones… Los técnicos de
la NASA y el resto de agencias espaciales parecen, en ocasiones, madres que no
dejan de ver peligros que amenazan a sus retoños, solo que en este caso esos
peligros sí que son todos ciertos, y potencialmente muy graves. Subirse a un
cohete, por tanto, es una decisión muy valiente, y que debe ser tomada por el
astronauta y sus allegados con la seriedad debida. A lo largo de la carrera
espacial varios han sido los accidentes que han costado vidas, algunos de ellos
ocultados, especialmente en el entorno soviético durante los años de la guerra
fría. Los transbordadores, por la enorme complejidad de su maquinaria y la
elevada tripulación con la que se dotaban en cada lanzamiento, eran los que podían
causar mayores desastres, y así fue, tanto en el recordado Challenger como en
el del Columbia, que se desintegró en su reingreso a la atmósfera el 1 de febrero
de 2003. Otra vez fueron siete los fallecidos en ese accidente, que no dejó imágenes
tan espectaculares, pero que supuso la señal de fin para un programa, el de los
transbordadores, que en ningún momento llegó a cubrir las expectativas soñadas
y cuyos costes, astronómicos, nunca dejaban de crecer. Desde entonces, los
astronautas de cualquier nacionalidad sólo suben al espacio en los viejos
cohetes rusos Soyuz, de una tecnología antigua pero poseedores de una altísima
fiabilidad. De tres en tres, encapsulados en lo alto de una máquina destinada a
destruirse casi en su totalidad, los viajeros del espacio se ven catapultados
rumbo a las estrellas como lo fueron sus predecesores de los años sesenta. Buscan
los americanos la creación de naves propias, basadas en esta tecnología de
lanzamiento antigua, para no depender de los rusos, pero de momento los
prototipos siguen en pruebas y no se espera que, hasta 2018 por lo menos, un
cohete norteamericano vuelva a poner astronautas en órbita.
Cuando en una noche estrellada
miramos al espacio nos suelen embargar muchos sentimientos. Inmensidad,
impotencia, curiosidad, esperanza, miedo… a cada uno varios. En esas miles de
estrellas que brillan en lo alto y nos rodean puede haber, o no, inteligencias
que también asomen sus cabezas (o lo que sea) y miren a su cielo punteado con sensaciones
similares. En ese oscuro y frío espacio aún no yacen cuerpos humanos, pero si
los espíritus de aquellos que, a lo largo de estos años, han dado su vida para
que en un futuro, lejano, pero más cerca cada día, humanos como usted y yo
puedan viajar rumbo a las estrellas. A esos héroes, a sus familias y a todos
los que trabajan para hacer posible ese sueño, mi más rendido homenaje, aliento
y ánimo.
Subo a Elorrio este fin de semana
y cojo dos días de vacaciones. Si no pasa nada raro, nos leemos el miércoles 3
de febrero. Sean muy felices