Este
fin de semana ha entrado en vigor el acuerdo que EEUU y el resto de potencias
occidentales suscribieron con Irán hace unos meses. Resumidamente, el pacto
consiste en que tú, Irán, dejas de construir la bomba atómica y nosotros,
potencias mundiales, te levantamos las sanciones y consideramos como otro país
más, con el que poder comerciar y hacer negocios. La puesta en marcha de los
acuerdos ha sido inaugurada con un canje de rehenes, la mayor parte norteamericanos,
que llevaban ya varios años detenidos en Teherán. Créanme si les digo que esta
nueva relación con Irán es de lo más importante que ha pasado en mucho tiempo.
Por de pronto, nos va a obligar a
cambiar los nombres de lo que denominamos “aliados” y “enemigos”, expresiones
que casi siempre, no hacen sino responder a nuestros intereses y prejuicios. Irán
ha sido, desde la revolución de Jomeini en 1979, enemigo declarado de
occidente. Su discurso y actuación ha dio en favor de grupos terroristas que,
en su entorno y mucho más allá, han sembrado el caos, luchado contra regímenes
de todo tipo, y buscado la extensión del imperio persa y de sus influencias. Para
contrarrestarlo, occidente y otras naciones han fortalecido aún más sus vínculos
con Arabia Saudí y otros regímenes de la zona, casi todos ellos monarquías de
tipo feudal, confesadas en un islam tan radical como el de Teherán, pero de la
rama suní. Este ha sido el status quo de la zona durante décadas, en las que
las monarquías del golfo garantizaban un suministro estable de crudo a los países
desarrollados a cambio de que estos contuvieran a Teherán. Este equilibrio fue
llevado a su máxima tensión por parte de Ahmadinejad, el famoso “Ahma” al que
dediqué varios artículos en su momento. Exponente máximo del radicalismo chií,
su empeño en lograr la bomba atómica para Irán como vía para solucionar la
prisión en la que el país se encontraba llevó a que el resto del mundo,
asustado, impusiera no sólo duras, sino muy efectivas sanciones contra los ayatolás,
llevando al país a una crisis económica sin precedentes y a un descontento
social que amenazaba con romper la estabilidad del régimen teocrático que, de
una manera muy extravagante, rige los designios de la nación. “Ahma” fue capaz
de sofocar una revuelta que reclamaba la democracia, usando para ello toda la
fuerza que fuera necesaria, y no fue poca, pero la sanciones seguían e Irán
empezaba a ver que el pulso contra occidente no daba mucho más de sí. La desastrosa
intervención de EEUU en Irak de 2003, que arrasó con el régimen Baaz de Sadam Huseein
y dio el poder a los chiitas en Bagdad ofreció a Teherán una inesperada, y maravillosa,
ventana de oportunidad para poder extender su influjo en la zona, sin necesidad
de recurrir ya a guerrillas ni operaciones encubiertas. Para ello sólo tenía
que renunciar a la bomba. Y comenzaron entonces, en serio, las negociaciones de
Teherán con las potencias occidentales, que concluyeron con un acuerdo hace
unos meses, que fue recibido con cierto escepticismo en muchas naciones, con
alegría en Washington, principal impulsor del mismo, y con profundo rechazo en
Israel, enemigo acérrimo de Teherán, sufridor de sus embates y guerrillas, y en
Arabia Saudí. De hecho el pánico al acuerdo con Teherán se vivió de una manera
muy impostada en Jerusalén, pero de forma mucho más profunda en Rihad. El
enemigo eterno, el chií del otro lado del golfo, ahora se convertía en socio
del aliado norteamericano. Los monarcas saudíes empezaron a ver como su dominio
en la zona peligraba.
Y la puesta en marcha del acuerdo, la inundación
de más petróleo en un mercado ya saturado, y el levantamiento de las sanciones
hacen que la guerra poco fría que viven Irán y Arabia Saudí, una guerra entre
chiís y sunís, entre presas y árabes, por el control de la región y el
liderazgo en la fe, se pueda convertir en algo mucho más serio y peligroso. Son
varias las guerras de todo tipo que ahora mismo se superponen en la zona en la
que dos grandes potencias, que se odian a muerte, ahora se van a volver a
encontrar en igualdad de oportunidades una frente a la otra. Créanme que este
acuerdo va a cambiar esa zona del mundo y, quién sabe, también el nuestro.
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