Ver que la vida, convertida en la más cruel pesadilla, requiere su final, y darse cuenta de ello a los once años, es un
drama elevado a una potencia inexplicable. Eludimos los suicidios adultos,
convertidos ya en la primera causa de muerte no derivada de una enfermedad,
porque nos incomodan, alertan y preocupan. Pero los suicidios infantiles, el
colmo de la perversión, de la tristeza, siguen ocultos en el fondo de las
sombras que los generaron, manteniendo muchas veces a salvo a los criminales
que, con sus infames hechos, llevaron a esos críos al desastre. A escoger su
propia muerte como salvación.
El
caso de Diego es el último de los conocidos. Con once años dejó escrita una
carta, de una calidad que muchos adultos serían incapaces de hacer como
ejercicio, y se quitó la vida, incapaz de soportar el acoso que sufría en su
colegio. No se los datos concretos de este caso, si el chaval sufrió acoso por
parte de sus compañeros, profesores o cualquier otra persona del centro, si fue
un asunto entre chavales, en eso que ahora se llama “bullying” para seguir la
manía de usar un palabro que suene a inglés para darle más importancia, o el
problema derivaba de la presencia de un adulto (o varios) en la vida de Diego. Lo
cierto es que Diego no podía más, se suicidó, y ni con su muerte nadie hizo
nada para investigar qué es lo que había pasado, qué había motivado ese
comportamiento, esa decisión límite. Todo lo que pudo fallar en la institución
escolar, en la educativa, en la social, en la gubernamental... todo falló, y
Diego se mató para huir del infierno en el que se encontraba. ¿Cuántos casos
hay como los de Diego? ¿Y cuántos casos, que no acaban de esa misma manera, se
ocultan y destruyen las vidas futuras de los niños? Hace una semana terminé de
leer el libro “Instrumental” de James Rhodes, un pianista de música clásica que
ronda los cuarenta años y que, durante varios, a lo largo de su infancia, sufrió
devastadores abusos sexuales por parte de profesores de su colegio. Rhodes vio
cómo su alegría vital, su curiosidad, su infancia, eran destrozadas por cada
embestida que esos sádicos realizaban sobre cualquier orificio de su cuerpo. Llegaba
a casa y, día tras día, no sabía qué hacer, qué decir, optaba por callarse,
llorar sólo, tratar de superar el dolor físico y emocional que le desgarraba
piel y alma. Convencido, amedrentado por sus abusadores de que la culpa de lo
que le pasaba era suya, de su rareza, de su carácter, Rhodes no encontró ayuda
en ninguna parte, y es un auténtico milagro que superase aquellos años vivo. Evidentemente
todo eso le produjo secuelas de todo tipo, físicas y psicológicas, que le
llevaron a transitar por lo más oscuro del mundo de las drogas, las
autolesiones, los comportamientos psicóticos y todo tipo de patologías de las
que, en parte recuperado, sabe que siguen existiendo tan cerca de él como para
aterrarle cada mañana. Al igual que el recuerdo de esos años de sadismo que
nunca podrá borrar. Rhodes es un superviviente, alguien que ha vuelto del otro
lado del infierno y lo puede contar. Su historia es de una crueldad y dureza
que asusta, y la cuenta de manera descarnada, sin disimulo alguno, sin
edulcorantes. Tan crudamente como sucedió. Rhodes está entre nosotros para
contarlo y que su testimonio sirva para que no vuelva a suceder algo así. Diego
ya no está aquí. Está muerto.
La
Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid anuncia que va a reabrir la
investigación sobre lo que pasó en el colegio de Diego, pero no por la
petición de los padres ni por conmiseración o sentido profesional, no, sino por
el revuelo mediático creado a partir de la publicación de la carta de Diego. Es
patético. Y vuelve a cumplirse una de las máximas que describe Rhodes en su
libro. El niño que sufre abusos, que sufre acoso, está sólo. Es una víctima
abandonada, en la que nadie cree y a la que nadie escucha. ¿Cuántos Rhodes, cuántos
Diegos, han deseado esta noche morirse para que cese su infierno? ¿Cuántos? ¿Cuántos?
¿Cuántos?
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