La corrupción en España, variada
y extensa hasta un grado difícil de imaginar, nos ha ofrecido muchos episodios
chuscos en los que, en lo que a mi respecta, el asombro ha vencido a la indignación
en la mayoría de las veces. Asombro no por lo que se haya robado, no, sino a
cambio de qué se han producido los sobornos y las compras de influencias. Para
destruir la carrera política de un Camps que era un valor seguro en Valencia
bastaron, al parecer, unos cuantos trajes y relojes, unas fruslerías, que pueden
costar miles de euros cada uno de ellos, pero que no valen nada. Venderse por
un reloj me pareció patético, insuperable.
Pero, ay, la realidad siempre nos
pone en nuestro lugar, y mi capacidad de asombro se ha demostrado mucho menor que
la exigua moral de tantos que se corrompen por nada. El caso de Acuamed,
conocido esta semana, y cuyas ramificaciones no dejan de crecer, cual
canalizaciones construidas por esa sociedad pública, marca un nuevo hito en el
grado de bochorno y estupidez humana. El Director General del organismo, llamado
Arcadio, cuyo sueldo público era de 130.000 euros anuales (80.000 en nómina más
30.000 en complementos más 20.000 por otras partidas) era calvo. Se miraba por
la mañana en el espejo, antes de ir al trabajo, y echaba de menos los tiempos
en los que una cabellera, no se muy bien de qué tipo y estilo, cubría su frente
y cabeza. Es de suponer que, a lo largo del día, Arcadio pensase más de una vez
en su perdido pelo, lo añorase, hablaría de él con sus allegados y compañeros,
y estos serían conscientes de hasta qué punto la calva d Arcadio era su cruz,
su dolor, su pena y angustia. ¿Hasta dónde estaría dispuesto a llegar Arcadio
por volver a tener pelo? Sería capaz de gastarse mucho dinero para lograrlo?
¿Le daría igual de dónde procediera ese dinero? ¿Estaría dispuesto a ser
sobornado por ello? Seguro que las primeras preguntas las formuló en público más
de una vez, y las segundas se las hicieron en privado, presuntamente, los
contratistas que trataban con Acuamed, que descubrieron en esa frente despejada
el eslabón débil que les permitía romper la cadena de la legalidad. Seguro que
en más de una reunión y cena alguno de los enviados de las constructoras
confraternizó con Arcadio y le hizo ver que la vuelta del pelo a su cabeza
supondría para él el retorno de la perdida juventud, de la época de libertad en
la que disfrutaba de la vida de manera más intensa que como nunca llegó a hacerlo,
de aquellos tiempos en los que las chavalas se fijaban en él y su pelo formaba parte
de sus atractivos. Y Arcadio poco a poco, es un suponer, se lo fue creyendo, se
despertó en él esa ansia de tener, de volver a recuperar lo perdido, de creer
que el dinero lo compra todo, esa fuerza vital que, desde tiempo inmemorial,
nos corroe y vence a los humanos, seamos cómo seamos y vivamos donde vivamos, y
que los que tienen los fondos utilizan para comprar a los que no los tienen. Y
llegó un día en el que Arcadio se lo creyó, y acordó ciertas compensaciones
para las constructoras a cambio de que su pelo volviera. A cambio de algo de
juventud en su despoblada calva. Arcadio
viajó a Turquía y se hizo un implante capilar que cambió su aspecto, su rostro,
su imagen. Y como Sansón, poblado de pelo, se creyó invencible.
Y ese pelo que hoy sigue luciendo en su frente
es, curiosamente, su perdición. Arcadio no se vendió por unos relojes, o
trajes, o coches, o pisos, o cualquier otro bien, cosa, que se pudiera
esconder, transferir, vender u ocultar. No, se vendió por un implante de pelo
que, ostentoso, llamativo, luce en su cabeza para todo el que lo quiera ver. En
su celda preventiva, Arcadio podrá mesarse sus cabellos en un gesto típico de
desesperación, sabiendo que, calvo, era más honrado. Vencido por su ego, sus
pelos son el nuevo elemento con el que medir el grado de corrupción del país. Su
frente oscurecida es el sinónimo de la negra sombra corrupta que, sin cesar,
nos persigue.
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