Recordaba a finales de año que,
para el nuevo 2016, cuatro eran los grandes retos que amenazaban la
supervivencia de la UE. La crisis económica, la inmigración, el terrorismo
islamista y el referéndum de salida del Reino Unido. Todos ellos son de largo
plazo, aunque los dos últimos sólo aparecen en los medios de manera esporádica
y violenta (y esa violencia, tristemente, no siempre es metafórica). Los dos
primeros son los que, en el día a día, van a condicionar que este frágil pero
apasionante experimento que llamamos Europa llegue algún día a ser una unión
real o no. Y ambos frenan el impulso integrador, ambos son fuerzas centrífugas
que alejan países y sociedades.
En el caso de la inmigración, las
dos últimas noticias conocidas son para hacérselo mirar. Una, local, es la ley
que ha aprobado el parlamento de Dinamarca para requisar bienes y dinero de los
refugiados que lleguen allí. Una norma que, de haber sido aprobada por España o
Italia o cualquier otro país del sur hubiera escandalizado a todos los
moralistas del norte de Europa, empezando por los daneses, que tanto se
preocupan de los derechos de los demás hasta que los “demás” llaman a su puerta.
La otra noticia, general, y muy grave, es que los controles fronterizos
instaurados de manera temporal entre los países del espacio Schengen, puestos
en marcha tras los atentados de París, y reforzados con motivo de la gestión
migratoria, van
a prolongarse durante dos años más, y no descarten que luego, ya puestos,
se extiendan. Schengen es el nombre que recibe ese acuerdo por el que un
comunitario entra y sale de otro país comunitario sin pasar controles y sin la
sensación de que realmente haya una frontera. El euro y la eliminación de
fronteras (y quizás el programa Erasmus) son los símbolos más cercanos y reales
de una unificación que ha avanzado estos años, y ambos factores, moneda única y
aduanas abiertas, impulsan aún más el proceso de unión. Y se retroalimentan,
dado que fortalecen un mercado común de bienes y personas. La libre circulación
es, de hecho, una de las condiciones necesarias para que las economías puedan
integrarse y, por tanto, el euro adquiera un pleno sentido como moneda global. Reinstaurar
fronteras, bloquear mercados, es el camino directo a la fragmentación, a la
ruptura, a la vuelta a un mundo de sociedades que se dan la espalda, de países
que recelan de unos a otros, de volver a dar al término frontera todo el
aspecto peyorativo que ha tenido desde siempre y que, durante estos últimos
años, la UE ha permitido eliminar. La crisis de refugiados no hace otra cosa
que levantar vallas, físicas y mentales, entre países y sociedades que se ven
amenazadas por aquellos que llegan huyendo del horror. Es necesaria una gestión
compartida, solidaria, lógica, estructurada y a largo plazo del problema de la
inmigración, eso no lo discute nadie, pero lo que vemos a medida que pasa el tiempo
es una UE que realmente no es “U”, sino que sólo representa a un foro de países
que tratan de eludir sus responsabilidades, blindarse ante los extranjeros,
bloquear pasos y que sean otros los que apechuguen y carguen con el problema. Países
de tránsito, de destino, ricos y pobres, de tradición democrática o recién
llegados a club. Con la excepción de Alemania, el resto de naciones europeas
actúan como un desagradable patio de vecinos en el que nadie quiere hacer
frente a sus responsabilidades. La imagen que se ofrece es patética, y
peligrosa.
Peligrosa, y mucho, porque la reacción de las
sociedades europeas, espoleadas por sus gobernantes, se basa en el miedo y el
fantasma nacionalista. Y bien sabemos los europeos el desastre absoluto que puede
causar el nacionalismo en nuestro continente. A la vanguardia de estos
movimientos se encuentran algunos de los países del este, recién incorporados
al seno de la UE, grandes perceptores de fondos estructurales y de solidaridad,
pero que a las primeras de cambio han optado por el cerrojo, el aislamiento y
un discurso duro que es, además de trasnochado, muy perturbador. ¿Son Hungría o
Polonia el modelo a seguir en Europa? Si esto es así, el riesgo de que la UE se
acabe convirtiendo en la nada podría ser el menor de nuestro problemas.
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