Es natural, y aunque se trate de
evitar, resulta imposible no pensar esta mañana, viniendo al trabajo en metro,
en el
atentado perpetrado ayer en el suburbano de San Petersburgo, segunda ciudad
por importancia de Rusia, que ha dejado once muertos y decenas de heridos. En
los traqueteos del vagón y al entrar y salir de las estaciones, mientras leía
el libro que llevaba en la mano y me fijaba en mi entrono, una pequeña, minúscula
pero constante voz, como un zumbido, repetía eso de “y si pasa aquí” y cada
cierto tiempo era acallada por la certeza de la incertidumbre, aunque suene
absurdo, de que nunca se puede dónde ni cuándo va a volver a pasar.
Muchos y crueles son los
atentados que ha sufrido Rusia en los últimos años, en su mayor parte
relacionados con las guerras regionales que ha desarrollado el gobierno de Moscú.
El teatro Dubrovka o la escuela de Beslán permanecerán para siempre asociados a
grandes tragedias, de centenares de muertos, en los que se unió la acción
terrorista junto a la negligencia total de las autoridades rusas, habituadas a
actuar, en la guerra y fuera de ella, con una absoluta falta de tacto y
sensibilidad. A medida que Moscú se ha ido involucrando cada vez más en la
guerra de Siria las amenazas de los islamistas radicales se han centrado en el régimen
de Putin y en su población. Cuando empezó su acción directa y sin complejos en
aquella guerra la opinión de los moscovitas era que, tarde o temprano, algún
atentado les golpearía, tanto por lo fácil que es que una acción pueda tener éxito
como por el mensaje yihadista de venganza. Moscú, aliado tradicional del chiísmo
encarnado en Irán y la dinastía alauí de los Ashad en Siria, es visto por el
yihadismo suní de Al Queda y DAESH como un fiero enemigo, que no muestra
clemencia alguna. La táctica para garantizarse la seguridad por parte de Putin
y su ejército ha sido la de laminar, directamente, los bastiones yihadistas de
Siria, con la estrategia de que cada combatiente radical muerto en la guerra es
un potencial terrorista menos que sea capaz de actuar en suelo ruso. Pero es
obvio que no se puede eliminar a todos los elementos que actúan en ese
escenario, y que siguen siendo miles los yihadistas que, provenientes del Caúcaso,
de repúblicas exsoviéticas o de la propia Rusia, combaten a día de hoy en la
guerra de Siria, y que pueden optar por el retorno a “casa” con ideas más o
menos terroristas. Aún es pronto para saber quién está detrás de la fechoría
cometida ayer, pero es bastante probable que existan conexiones con estos
grupos y, en general, con combatientes en activo o retornados del escenario
sirio. Y todo esto se produce cuando empezaba a haber, en las calles de Moscú,
nuevas manifestaciones de opositores al régimen de Putin, régimen que mantiene
sometida a toda Rusia a un extraño modelo de dictadura de apariencia suave,
formas elegantes, pero rígidas y severas restricciones. Las manifestaciones
opositoras de estos últimos fines de semana se han saldado con numerosas
detenciones de líderes políticos y ciudadanos anónimos, que habían osado a
levantar su voz ante la autocracia de un Putin que, parece, controla por
completo los resortes del poder político y económico con una efectiva mezcla de
corrupción y miedo, extendida en todos los ámbitos de la sociedad rusa. Es
bastante probable que este atentado permita a Putin aumentar la presión
interna, ante esos asustados opositores, y los esfuerzos de guerra externos, y
de esta manera saque partido de un hecho cruel que, además, desmonta parte de
su discurso, basado en la seguridad a rajatabla de Rusia frente a los desmanes
salvajes que provienen del exterior. Conociendo a Putin cualquier respuesta será
de cualquier estilo, menos blanda.
Una última reflexión tiene que
ver, obviamente, con el metro en sí, y con la imposibilidad de garantizar la
seguridad en unos medios de transporte colectivo urbanos que, cada día, en cada
ciudad del mundo, mueven millones y millones de personas, y que como el sistema
circulatorio del cuerpo, otorgan vida a la urbe, y al colapsan si, como en el
caso de ayer en San Petersburgo, son obligados a detenerse. Garantizar la
seguridad absoluta es imposible, lo sabemos todos, queramos admitirlo o no, y
en pocos lugares como en el metro se es tan consciente de una situación como
esta. Qué fácil es atentar en un lugar así, extender el terror, causar daño
inocente. Ayer fue en Rusia, ojalá nunca más en ninguna parte, pero el mal que
no descansa ahí sigue, maquinando planes.
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