jueves, abril 27, 2017

La rebaja fiscal de Trump

Esta semana se cumplen los cien primeros días de la presidencia de Donald Trump. Sí, sí, parece que ha pasado un año, y sólo llevamos cien días, así que calculen lo que aún queda. El balance de estas jornadas de turbulencia es, a mi modo de ver malo, y así parecen opinar también los norteamericanos, que lo valoran muy bajo en los índices de popularidad. Quizás para remontar en esas encuestas, o para desviar la atención respecto a otros temas espinosos, Trump ha decidido lanzar la reforma fiscal que, desde un principio, fue uno de sus caballos de batalla electorales, y quizás la promesa más “normal” de todas las que hizo. Que un republicano diga que va a bajar los impuestos es como ver caer una manzana al suelo si se la suelta de la mano.

La idea de la reforma Trump consiste en un titular muy grande, muchos cambios encubiertos y un resultado neto no tan espectacular. Me explico. El titular que domina las portadas es la reducción del tipo del impuesto de sociedades del actual 35% al 15%, una bajada de veinte puntos, casi nada. Lo que ocurre es que, al igual que sucede en España, una cosa es el tipo nominal del impuesto, ese 35% de partida, y otra es el efectivo, el que realmente se acaba pagando, que suele ser menor dado que este impuesto, en todos los países, contiene un montón de deducciones de carácter e intención muy variadas para hacer política fiscal, y al final no hay empresa que acabe llegando a pagar ese tipo máximo de impuesto. La reforma Trump acompaña esa bajada de tipo nominal con una eliminación de la mayor parte de esas deducciones, lo que, ojo, es una buena idea, porque sobre todo logra simplificar mucho el impuesto, y elimina costes y litigios, tanto para las empresas como para la administración tributaria. De hecho es una idea que ya se barajó hace pocos años en España, pero que no se llevó a la práctica por la reducción en la recaudación que suponía, y eso para un país sumido en el déficit como el nuestro era inasumible. La cuestión es que entre lo que cambio por un lado y por el otro, la tributación de las empresas norteamericanas sí se va a ver reducida, pero no tanto como anuncian los titulares gruesos. En esto cada caso es un mundo, pero esa bajada de veinte puntos nominales que se vende se puede acabar convirtiendo en, por ejemplo, diez puntos efectivos. En todo caso, es una reducción de impuestos netos, y va a suponer una disminución de la recaudación del Gobierno federal, que ya afronta un déficit gigantesco. Por ello la tramitación de esta reforma en las cámaras de Washington no tiene por qué ser tan plácida y sencilla como uno pudiera pensar. Los halcones del déficit observan con gusto cualquier bajada de impuestos, que por supuesto esté acompañada de bajadas de gastos y, por tanto, no aumenten el déficit. Sin embargo Trum no cesa de anunciar aumentos disparatados en el presupuesto de defensa, recortes ciertos, en políticas sociales, ambientales y científicas, y gastos absurdos y retrógrados como el condenado muro. ¿Cómo cuadra todo esto? La idea del equipo de Trump es que la reforma fiscal suponga un estímulo para la economía norteamericana y que, finalmente, la recaudación acabe subiendo por el mayor dinamismo empresarial y aumento de las ganancias. Los críticos no ven esto nada claro y creen que la reforma lo que oculta es un regalo a las rentas muy altas y a las empresas que son amigas del clan Trump y que, en parte, copan ahora mismo altos puestos en la administración republicana. Ambos argumentos tienen una parte de razón y se complementan. Lo único que tengo claro, por ahora, es que esa bajada de impuestos no se integra en una política económica coherente, o al menos que tenga en cuenta otros aspectos, y eso me preocupa, dado que el impacto inicial de bajada de la recaudación es lo único seguro de esta medida. Todo lo demás está por ver, y siempre que sea aprobada por el Congreso, y ya les digo que no será fácil.


Este movimiento convencional de Trump en medio de su loca presidencia le puede servir para recuperar algo de apoyo entre parte de sus votantes, y quizás sea este el último sentido de esta reforma, que sea como sea su diseño y el resultado final que sea aprobado en Washington, será vendida desde la Casa Blanca y medios afines como un regalo, una compensación al “pueblo”. Es verdad que hace falta una política fiscal decidida, de inversión en infraestructuras en EEUU, donde muchas de ellas agonizan tras décadas de uso, pero como les decía, no veo un plan coherente en materia fiscal. La amenaza de que se produzca un cierre del gobierno por falta de fondos, como pasó en el segundo mandato de Obama, vuelve a ser cierta, y la curva de déficit no deja de crecer como síntoma de que algo va muy mal en el fondo de las cuentas públicas norteamericanas. Veremos a ver en qué acaba todo esto.

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