Esta semana se cumplen los cien
primeros días de la presidencia de Donald Trump. Sí, sí, parece que ha pasado
un año, y sólo llevamos cien días, así que calculen lo que aún queda. El
balance de estas jornadas de turbulencia es, a mi modo de ver malo, y así
parecen opinar también los norteamericanos, que lo valoran muy bajo en los
índices de popularidad. Quizás para remontar en esas encuestas, o para desviar
la atención respecto a otros temas espinosos, Trump
ha decidido lanzar la reforma fiscal que, desde un principio, fue uno de sus
caballos de batalla electorales, y quizás la promesa más “normal” de todas
las que hizo. Que un republicano diga que va a bajar los impuestos es como ver
caer una manzana al suelo si se la suelta de la mano.
La idea de la reforma Trump
consiste en un titular muy grande, muchos cambios encubiertos y un resultado
neto no tan espectacular. Me explico. El titular que domina las portadas es la
reducción del tipo del impuesto de sociedades del actual 35% al 15%, una bajada
de veinte puntos, casi nada. Lo que ocurre es que, al igual que sucede en
España, una cosa es el tipo nominal del impuesto, ese 35% de partida, y otra es
el efectivo, el que realmente se acaba pagando, que suele ser menor dado que
este impuesto, en todos los países, contiene un montón de deducciones de
carácter e intención muy variadas para hacer política fiscal, y al final no hay
empresa que acabe llegando a pagar ese tipo máximo de impuesto. La reforma
Trump acompaña esa bajada de tipo nominal con una eliminación de la mayor parte
de esas deducciones, lo que, ojo, es una buena idea, porque sobre todo logra
simplificar mucho el impuesto, y elimina costes y litigios, tanto para las
empresas como para la administración tributaria. De hecho es una idea que ya se
barajó hace pocos años en España, pero que no se llevó a la práctica por la
reducción en la recaudación que suponía, y eso para un país sumido en el
déficit como el nuestro era inasumible. La cuestión es que entre lo que cambio
por un lado y por el otro, la tributación de las empresas norteamericanas sí se
va a ver reducida, pero no tanto como anuncian los titulares gruesos. En esto
cada caso es un mundo, pero esa bajada de veinte puntos nominales que se vende
se puede acabar convirtiendo en, por ejemplo, diez puntos efectivos. En todo
caso, es una reducción de impuestos netos, y va a suponer una disminución de la
recaudación del Gobierno federal, que ya afronta un déficit gigantesco. Por
ello la tramitación de esta reforma en las cámaras de Washington no tiene por
qué ser tan plácida y sencilla como uno pudiera pensar. Los halcones del déficit
observan con gusto cualquier bajada de impuestos, que por supuesto esté
acompañada de bajadas de gastos y, por tanto, no aumenten el déficit. Sin
embargo Trum no cesa de anunciar aumentos disparatados en el presupuesto de
defensa, recortes ciertos, en políticas sociales, ambientales y científicas, y
gastos absurdos y retrógrados como el condenado muro. ¿Cómo cuadra todo esto?
La idea del equipo de Trump es que la reforma fiscal suponga un estímulo para
la economía norteamericana y que, finalmente, la recaudación acabe subiendo por
el mayor dinamismo empresarial y aumento de las ganancias. Los críticos no ven
esto nada claro y creen que la reforma lo que oculta es un regalo a las rentas
muy altas y a las empresas que son amigas del clan Trump y que, en parte, copan
ahora mismo altos puestos en la administración republicana. Ambos argumentos
tienen una parte de razón y se complementan. Lo único que tengo claro, por
ahora, es que esa bajada de impuestos no se integra en una política económica coherente,
o al menos que tenga en cuenta otros aspectos, y eso me preocupa, dado que el
impacto inicial de bajada de la recaudación es lo único seguro de esta medida.
Todo lo demás está por ver, y siempre que sea aprobada por el Congreso, y ya
les digo que no será fácil.
Este movimiento convencional de
Trump en medio de su loca presidencia le puede servir para recuperar algo de
apoyo entre parte de sus votantes, y quizás sea este el último sentido de esta
reforma, que sea como sea su diseño y el resultado final que sea aprobado en
Washington, será vendida desde la Casa Blanca y medios afines como un regalo,
una compensación al “pueblo”. Es verdad que hace falta una política fiscal
decidida, de inversión en infraestructuras en EEUU, donde muchas de ellas
agonizan tras décadas de uso, pero como les decía, no veo un plan coherente en
materia fiscal. La amenaza de que se produzca un cierre del gobierno por falta
de fondos, como pasó en el segundo mandato de Obama, vuelve a ser cierta, y la
curva de déficit no deja de crecer como síntoma de que algo va muy mal en el
fondo de las cuentas públicas norteamericanas. Veremos a ver en qué acaba todo
esto.
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