Se
que no soy nadie para llevar la contraria a Tolstoi, pero creo que las familias
felices lo son por causas muy diversas, mientras que todas las familias tristes
se parecen demasiado entre ellas. La pena, la angustia, el dolor encarnado en
rostros serios y enjutos, bañados en más o menos, pero siempre con lágrimas que
asoman. Mientras que el jolgorio admite varias formas de celebración, la congoja
es universal y el sentimiento que deja no admite otra opción que la de la
contemplación y el respeto, a sabiendas de que nada de lo que uno hace o dice
sirva para nada. Que me perdone Ana Karenina por osar a discrepar de su fascinante
vida desde el principio de su magna obra.
La
muerte de Gabriel, el niño almeriense desaparecido hace un par de semanas
en una pequeña pedanía rural de esa provincia, conocida ayer al mediodía, ha
puesto fin a días de intensa búsqueda y de creciente movilización entre
vecinos, allegados y personas de la zona, junto a profesionales de cuerpos de
seguridad y de rescate que han peinado un terreno abrupto y complejo en unos
días de muy mal tiempo, siempre con la esperanza de encontrar al chaval,
sabiendo en todo momento que la opción de hallarlo muerto era posible, y más
cuanto más tiempo pasaba. Los padres del crío, que se han hecho famosos en
apenas unos días a cuenta de su angustia, eran la expresión de la pena, en unos
rostros secos, estrechos, que denotaban humildad y pocos medios materiales. Su
cara de pena y las lágrimas, siempre a punto de brotar, especialmente en la
figura materna, ejemplificaban la pena y dolor de unos padres que ven como su hijo
de ocho años desaparece de un momento a otro sin que nada se sepa. Ahora se
sigue sin saber todo, pero ya se conoce lo fundamental, que es que Gabriel ya
es un recuerdo, no una persona. La detención de la actual novia del padre del
crío como, presuntamente, autora de su muerte, pone fin a la incertidumbre de
lo sucedido, y abre la posibilidad de reconstruir lo que ha pasado y saber cómo
y cuándo murió el chaval, pero dejará todas las preguntas importantes abiertas,
especialmente la que siempre me queda pendiente. Por qué. Quizás ella pueda
explicarlo, aducir unas causas que, como en la violencia de género, suelen
mezclar el amor con la posesión, los celos y el miedo, y todo ello combinado
desemboca en la irracionalidad de lesionar a lo que más se quiere, pero el por
qué de fondo siempre me queda, la sensación de no entender nada de lo que
sucede en estos sucesos, la absoluta incomprensión ante una maldad que se ceba
en lo más próximo y querido para, como tantas veces se argumenta, defenderlo,
protegerlo, cuidarlo, causando casi siempre la muerte o la mutilación del ser
querido. Eso no se lo que es, pero desde luego no es amor, y abre una sima
enorme ante todos, ante mi, que muestra una faceta del ser humano que no nos
gusta, que nos aborrece, y que nos da mucho miedo. Esta vez ha sido Gabriel,
pero cada día hay alguna mujer que, en soledad, sufre maltratos por parte de un
amor impoluto, o un niño que encuentra en su casa, el lugar en el que debiera
estar más seguro, el centro de todas sus pesadillas, la sede permanente de su
terror, el nicho que alberga los miedos y los hace crecer en forma de gritos,
golpes, amenazas o vejaciones. Son los menos, son pocos casos en comparación a
los miles, millones de personas que vivimos con normalidad, pero se dan,
existen, suceden ahora mismo, mientras escribo estas líneas, mientras usted las
lee, y se repiten una y otra vez. Demasiadas veces en silencio, pocas con el
estruendo que ha acompañado al caso de Gabriel, tantas obviadas, algunas
perseguidas y castigadas, todas depravadas.
Ahora,
en el caso de Gabriel, llega el momento del circo, que ya empezó ayer por la
tarde. Del despliegue de medios de comunicación en busca de la noticia, y a ser
posible del muy rentable morbo para sus turbios intereses, la catarata de ocio
e insultos en las redes sociales, las vísceras sangrantes en forma de micrófono
impúdico y de titular. Y por encima de todo, otra familia rota. Otra familia
desgraciada que nunca podrá olvidar el 11 de marzo, maldito día donde los haya,
que tendrá que vivir siempre con el dolor de lo sucedido, que nunca podrá
disfrutar ya de la compañía de su crío, y que, quizás, tampoco entienda nunca
nada de lo sucedido. En esto también, Ana Karenina, en la incomprensión, se
parecen mucho las familias desgraciadas.
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