Este
sábado, a primera hora de la mañana, me llevé la desagradable sorpresa de
descubrir que había cerrado el quiosco de prensa más cercano a mi casa, al que
acudo los fines de semana para abastecerme de la prensa. El dueño, que es a
quien veía los domingos en el puesto, se jubila y la hermana, que es quien lo
atendía los sábados, estaba por allí para advertir a los habituales que el
negocio se acababa. Ella estaba cansada, las ventas llevaban tiempo cayendo y
la vida laboral a pie de calle es muy dura y sacrificada como para no ingresar
mucho, así que con dolor de corazón, echaban la persiana.
¿Se
acaba la prensa escrita? No lo se, quiero responder con un no pero temo el sí.
Leo muchos artículos de prensa entre semana vía web, de cabeceras distintas,
diversas y enfrentadas, y los fines de semana me compro dos en papel, País y
ABC, (y si puedo hojeo otros, y vía web leo más) a sabiendas de que cuando subo
a Elorrio me esperan muchos ejemplares de El Correo para hacerles una revisión.
Considero que es un placer leer el periódico las mañanas del fin de semana, en
casa o en una cafetería, con buen o mal tiempo. Alguien, no recuerdo bien,
definió esa actividad como una liturgia laica de fin de semana, y comparto la
idea. Las mañanas del fin de semana son largas, tranquilas, ideales para
páginas de suplementos y artículos en profundidad, y el soporte papel sobre
mesa, con un café a mano, es el ideal. Evidentemente esa es una postura que, si
durante un tiempo fue mayoritaria, ha dejado de serlo. Tengo la sensación de
que los compradores de periódicos somos, en general, o personas mayores o
aquellos que llevamos leyendo prensa desde críos y no podemos ni queremos
dejarlo, pero que las nuevas generaciones no compran periódicos. Cada jubilado
que fallece es un potencial comprador de prensa que desaparece y que, casi
seguro, no será relevado por otro cliente. Las tiradas de los diarios llevan
años de progresiva, lenta y constante bajada, con registros que son la tercera
o cuarta parte de lo que se alcanzaba hace apenas quince años. El cierre de los
puntos de venta es un síntoma de que el producto no atraviesa su época más
exitosa, siendo generosos, y es a su vez una fuerza que retroalimenta la
decadencia en las ventas. Alguno de los clientes de mi “exquiosco” eran
personas mayores, que a buen seguro verán con impotencia como, siendo cada vez
más difícil llegar al lugar conocido, ahora deben andar mucho más para
encontrar su periódico, y seguro que alguno de ellos renuncia a él por la mera
distancia y esfuerzo, insalvable a su edad. No me atrevo a hacer cuentas, pero
es seguro que un alto porcentaje de los clientes del quiosco cerrado se
perderán para siempre con su marcha. Para paliar este problema tengo que andar
más, ir a otro quiosco que está más o menos a el doble de distancia de lo que
estaba el antiguo, con algo de cuesta abajo en el camino de ida y cuesta arriba
en el de vuelta, y ya me va a ser imposible hacer esa macarrada de ir a comprar
con las zapatillas de casa, cosa que hacía encantado, por la sensación de
absoluta familiaridad que me ofrecía. Ahora deberé calzarme “de verdad” y hacer
un paseo más largo, pero lo seguiré haciendo cada fin de semana, cada Sábado y
Domingo, quizás hasta que ese nuevo quiosco, que ahora me recibe como a un
refugiado, a un exiliado en busca de acogida, también cierre, porque sus
clientes mermen, o porque alguna de las cabeceras tenga unas cuentas en el balance
tan imposibles de disimular que no tenga otra opción que ser vendida,
traspasada, fusionada, cerrada o vaya usted a saber. Las cabeceras pervivirán
en la web, donde los costes son mucho menores, pero puede que en unos años
veamos la desaparición del periódico tal y como lo hemos entendido toda la
vida. Y recordemos con añoranza esa escena de leer en papel las noticias. Ojalá
no, pero temo que sí.
Una
de las películas de la temporada “Los papeles del Pentágono”, que no fue
recompensada en la pasada edición de los Oscar, retrata, por encima de todo, la
época de gloria del poder periodístico, en la que un titular impreso hacía
tambalear gobiernos y una imprenta lograba retumbar el edificio en el que los
periodistas trabajaban. Esas escenas de rotativas enormes, fajos de periódicos
repartidos a primera hora y lectores ávidos de noticias lanzados sobre un
quiosco son, en cierto modo, un documental para varias generaciones, que observan
con curiosidad como eran “esas cosas antes”. Para otros muchos es un
sentimiento de pena el que nos llena cuando vemos esas imágenes, pena que no
puede ocultar que, así es la vida, lo nuevo suple a lo viejo.
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