martes, julio 03, 2018

El Congreso es, a veces, como una votación de instituto


Ayer, en la primera votación del Congreso para la elección del consejo de RTVE, se produjo una extraña anécdota. Los votos se depositaban en urna y debían ser escritos por sus señorías entre los aspirantes que optaban al puesto, y uno de los parlamentarios, no se si con guasa, desprecio, cachondeo o ganas de hacer memoria, emitió un voto para Lauren Postigo, afamado cronista musical de la casa pública, centrado en el mundo de la copla, d aspecto singular y dicción muy reconocible, que lleva fallecido varios años desde que un infarto se lo llevó al otro barrio. Como anécdota no tiene precio, y como síntoma de hasta dónde ha llegado el bochorno en todo esto de la elección de RTVE, tampoco.

Esta votación alternativa me ha recordado a mis tiempos de instituto, en los que había muchas novedades respecto a la EGC. Edificio nuevo, ciudad nueva, profes nuevos, chicas nuevas, mismas indiferencias por su parte, etc. Una de las novedades interesantes era que había que escoger delegado de la clase, figura desconocida para todos nosotros, cuya labor no estaba muy definida, más allá de comunicar al resto lo que todos sabíamos respecto a las innumerables convocatorias de huelga que los de Jarrai, las juventudes de Batasuna, montaban sin cesar. Elegir delegado implicaba votar, y quizás, para muchos, esta fuera la primera vez en nuestra vida, con catorce años cumplidos, que ejercíamos ese derecho, sagrado y trascendental. Y lo cierto es que durante mucho tiempo ese ejercicio fue pueril. Nuestro estreno con la urna era para vejarlas, violentarla y hace que dijera lo que no podía ser. Muchas veces las votaciones degeneraban en un puro cachondeo, tanto porque no había candidatos para ejercer la figura como por el resultado de los votos. Hasta que llegué a la universidad a nadie postulándose para ser delegado, todos escurríamos el bulto y nadie quería formar parte de un cuerpo de representantes que, como antes he dejado caer, tenía que verse mucho con los conflictivos del instituto. En ocasiones era el profesor al que le había tocado en suerte que en su hora se ejerciera la votación el que animaba a algunos para presentarse, y al final surgían candidatos, casi siempre chicos, que lo veían como otra imposición más. Llegaba entonces el momento de votar y el surrealismo se disparaba. Aulas de poco más de treinta alumnos en los que se registraban cincuenta o sesenta votos, muchos de ellos a figuras televisivas, del cómic o cosas por el estilo (Mortadelo podría haber arrasado durante varias legislaturas de haber existido) y al final, depurando aquello, repitiendo el proceso, se llegaba a nombrar a un desafortunado para el cargo, sin que quedase nada claro si se podía dimitir o no. Quizás ese fuera el primer contacto con la hispánica costumbre de que, una vez que se alcanza el sillón, no lo sueltes nunca ni aunque quieras. Cierto es que no todas las votaciones eran así, sobre todo a medida que pasaban los cursos de instituto. Las de delegado no cambiaron demasiado, pero las otras sí. Las otras eran, sobre todo, para refrendar huelgas y cierres de aulas organizados por los incansables de Jarrai. Los de los primeros cursos siempre se sumaban a ellas porque así tenías fiesta o salías antes, pero ya en tercero o, sobre todo en COU, el voto en esas elecciones se volvía mucho más serio, tanto porque uno se daba cuenta de la importancia de no perder clases como por ver muy claro el oscuro motivo que organizaba aquellas movilizaciones. Y como bien relata Edurne Portela en “Mejor la ausencia” (léanla) en muchas ocasiones, los votos de las clases que no querían hacer huelga no eran respetados por los organizadores de la movilización. Para muchos fue el primer contacto con la desagradable sensación de que eso de votar era más importante de lo que parecía y que el que alguien no respetase el resultado de la votación era violento, intimidatorio, feo. Nos cachondeábamos de la democracia pero empezábamos a ver su importancia y, sobre todo, lo grave que era su ausencia.

Ya en la universidad las cosas se normalizaron un poco, tanto en el plano político (quizás porque mi facultad estaba en pleno Bilbao, y no en el territorio conquistado por Jarrai de Leioa) como en el de los delegados. Asistí asombrado, al poco de empezar las clases de primero, como dos chicos se disputaban el puesto de delegado, ambos querían serlo. Por primera vez veía a alguien postularse con deseos de ser elegido en una de esas votaciones. Curiosísimo. Los primeros escrutinios tuvieron sus toques cachondos, pero al poco la cosa se normalizó, el número de votos acababa coincidiendo con el de votantes y uno de los dos salió elegido. El perdedor lo volvió a intentar al año siguiente, y al final logró ser elegido en tercero de carrera. Y yo no salía de mi asombro cada vez que, al inicio del curso, en esas votaciones, seguía en la brecha.

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