Ayer,
en la primera votación del Congreso para la elección del consejo de RTVE, se
produjo una extraña anécdota. Los votos se depositaban en urna y debían ser
escritos por sus señorías entre los aspirantes que optaban al puesto, y uno de
los parlamentarios, no se si con guasa, desprecio, cachondeo o ganas de hacer
memoria, emitió
un voto para Lauren Postigo, afamado cronista musical de la casa pública,
centrado en el mundo de la copla, d aspecto singular y dicción muy reconocible,
que lleva fallecido varios años desde que un infarto se lo llevó al otro
barrio. Como anécdota no tiene precio, y como síntoma de hasta dónde ha llegado
el bochorno en todo esto de la elección de RTVE, tampoco.
Esta
votación alternativa me ha recordado a mis tiempos de instituto, en los que
había muchas novedades respecto a la EGC. Edificio nuevo, ciudad nueva, profes
nuevos, chicas nuevas, mismas indiferencias por su parte, etc. Una de las
novedades interesantes era que había que escoger delegado de la clase, figura
desconocida para todos nosotros, cuya labor no estaba muy definida, más allá de
comunicar al resto lo que todos sabíamos respecto a las innumerables
convocatorias de huelga que los de Jarrai, las juventudes de Batasuna, montaban
sin cesar. Elegir delegado implicaba votar, y quizás, para muchos, esta fuera
la primera vez en nuestra vida, con catorce años cumplidos, que ejercíamos ese
derecho, sagrado y trascendental. Y lo cierto es que durante mucho tiempo ese
ejercicio fue pueril. Nuestro estreno con la urna era para vejarlas,
violentarla y hace que dijera lo que no podía ser. Muchas veces las votaciones
degeneraban en un puro cachondeo, tanto porque no había candidatos para ejercer
la figura como por el resultado de los votos. Hasta que llegué a la universidad
a nadie postulándose para ser delegado, todos escurríamos el bulto y nadie
quería formar parte de un cuerpo de representantes que, como antes he dejado
caer, tenía que verse mucho con los conflictivos del instituto. En ocasiones
era el profesor al que le había tocado en suerte que en su hora se ejerciera la
votación el que animaba a algunos para presentarse, y al final surgían
candidatos, casi siempre chicos, que lo veían como otra imposición más. Llegaba
entonces el momento de votar y el surrealismo se disparaba. Aulas de poco más
de treinta alumnos en los que se registraban cincuenta o sesenta votos, muchos
de ellos a figuras televisivas, del cómic o cosas por el estilo (Mortadelo podría
haber arrasado durante varias legislaturas de haber existido) y al final,
depurando aquello, repitiendo el proceso, se llegaba a nombrar a un
desafortunado para el cargo, sin que quedase nada claro si se podía dimitir o
no. Quizás ese fuera el primer contacto con la hispánica costumbre de que, una
vez que se alcanza el sillón, no lo sueltes nunca ni aunque quieras. Cierto es
que no todas las votaciones eran así, sobre todo a medida que pasaban los
cursos de instituto. Las de delegado no cambiaron demasiado, pero las otras sí.
Las otras eran, sobre todo, para refrendar huelgas y cierres de aulas organizados
por los incansables de Jarrai. Los de los primeros cursos siempre se sumaban a
ellas porque así tenías fiesta o salías antes, pero ya en tercero o, sobre todo
en COU, el voto en esas elecciones se volvía mucho más serio, tanto porque uno
se daba cuenta de la importancia de no perder clases como por ver muy claro el
oscuro motivo que organizaba aquellas movilizaciones. Y como bien relata Edurne
Portela en “Mejor la ausencia” (léanla) en muchas ocasiones, los votos de las
clases que no querían hacer huelga no eran respetados por los organizadores de
la movilización. Para muchos fue el primer contacto con la desagradable sensación
de que eso de votar era más importante de lo que parecía y que el que alguien
no respetase el resultado de la votación era violento, intimidatorio, feo. Nos
cachondeábamos de la democracia pero empezábamos a ver su importancia y, sobre
todo, lo grave que era su ausencia.
Ya
en la universidad las cosas se normalizaron un poco, tanto en el plano político
(quizás porque mi facultad estaba en pleno Bilbao, y no en el territorio
conquistado por Jarrai de Leioa) como en el de los delegados. Asistí asombrado,
al poco de empezar las clases de primero, como dos chicos se disputaban el
puesto de delegado, ambos querían serlo. Por primera vez veía a alguien postularse
con deseos de ser elegido en una de esas votaciones. Curiosísimo. Los primeros
escrutinios tuvieron sus toques cachondos, pero al poco la cosa se normalizó,
el número de votos acababa coincidiendo con el de votantes y uno de los dos
salió elegido. El perdedor lo volvió a intentar al año siguiente, y al final logró
ser elegido en tercero de carrera. Y yo no salía de mi asombro cada vez que, al
inicio del curso, en esas votaciones, seguía en la brecha.
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