Recibe
hoy Sánchez en Moncloa a Quim torra, President de la Generalitat, y avatar
del fugado Puigdemont, que debe estar muerto de celos al ver que la actualidad
le resta protagonismo. No consta que Torra tenga ideas propias más allá de las
que se le dicten desde Alemania, al menos en lo que hace a la gobernanza (es un
decir) de Cataluña. Donde Torra tiene ideas muy suyas es en cuestiones
identitarias, que asimila a genéticas y de raza. ¿Qué sentirá al estrechar la
mano de un subhumano español esta mañana? ¿Cuánto tardará en acudir al baño
para lavársela mediante unas friegas compulsivas? No dudo mucho de que algo así
hará.
Lo
interesante de la reunión de hoy es el juego al que se va a enfrentar Sánchez
y, creo, la primera situación en la que no va a poder escabullirse del problema
catalán. La forma de abordarlo, una vez llegado a la Moncloa, ha sido la de
cambiar el talante de los discursos y hacer una serie de gestos, legales y
posibles, para distender el ambiente. El traslado a cárceles catalanas de los
políticos presos y las manifestaciones de una Meritxell Batet demasiado locuaz
han sido la mano tendida al independentismo. En paralelo, especialmente con
Borrell, se ha seguido una línea de firmeza ante el mensaje separatista, con
respaldo expreso, como no podía ser de otra manera, a la valiente actitud
mostrada por Pedro Morenés en Washington ante el desquiciado discurso de Torra
de hace un par de semanas. Ya ven, una versión del clásico juego del “poli
bueno, poli malo” en el que Sánchez aparece como el justo entre los dos extremos.
¿Qué busca esta estrategia? Probablemente agotar el catálogo de excusas,
falsas, que los independentistas esgrimen ante cualquier posición negociadora.
Que si el estado opresor, que si la falta de democracia, etc. Quizás busca
Sánchez ofrecer una imagen de suavidad inversa a la que mostraba el gobierno de
Rajoy para, en ese caso, resaltar aún más la intransigencia de los
nacionalistas y retratarles ante todos como la caterva de extremistas que son.
¿Es válida esta interpretación? Puede serlo, pero si es así debe saber Sánchez
que es una estrategia en la que corre serios riesgos, y que no puede mantener
mucho tiempo en marcha si ni logra frutos claros. Si, como es lo más probable,
los independentistas se mantienen en sus trece la táctica buenista puede acabar
tan naufragada como la operación diálogo de Soraya. Si hay frutos, debe ser
cuidadoso el gobierno para calibrar hasta dónde se cede y se ve como una
debilidad. Y si no hay avances de ningún tipo el juego no podrá prolongarse mucho
más allá de la paciencia del votantes socialista, que de momento ha ofrecido su
confianza al nuevo gobierno, pero que reaccionaría con dureza ante lo que
pudiera ser visto como un compadreo con fuerzas y personas que han mostrado
hasta qué punto están dominados por el sectarismo y ejercen la villanía con el
resto del país. Supongamos que, como se rumorea, se adelantan las elecciones
andaluzas a octubre. Un acuerdo con los independentistas que fuera visto como
cesión sería nefasto para las aspiraciones de voto de Susana Díaz, que difícilmente
podría vender a su electorado un pacto o componenda en la que no creyese. Y sería
gasolina para las expectativas de voto de Ciudadanos, que siguen desorientados
desde la moción de censura.
¿Expectativas
ante la reunión de hoy? Pocas. Más allá de la foto y de los lugares comunes, es
previsible que se escenifique un desacuerdo profundo. El hecho de que se vaya a
hablar de derecho de autodeterminación es grave, pero no lo será tanto si Sánchez
mantiene la postura lógica de que es inexistente, y ante eso torra no podrá
hace otra cosa que protestar y desgranar su lista de agravios ideológicos (y
buscar el baño para lavarse con fruición). Quizás se ofrezcan, y acuerden,
cuestiones económicas y competenciales, pero eso no soluciona el mar de fondo.
Y la verdad es que ante un racista convencido como Torra no hay nada que los
subhumanos hagamos que le pueda satisfacer.
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