La
concesión del premio Cervantes a Sergio Parra sirvió para que, por un momento,
nuestros medios de comunicación pusieran un instante su atención en Nicaragua,
ese pequeño país centroamericano que vivió su época de esplendor mediático en
los ochenta y que, desde entonces, apenas ha sido noticia, y no porque no hayan
sucedido cosas allí. Parra formó parte de los guerrilleros sandinistas que
acabaron con la dictadura de Somoza y llevaron a aquella pobre nación los
sueños de libertad y progreso. Pronto abandonó Parra, un hombre honesto,
aquella estructura de poder al ver cómo degeneraba en algo muy parecido a lo
que habían derribado.
El
entonces líder del movimiento sandinista, Daniel Ortega, es quien hoy en día
sigue presidiendo el país y controlando su rumbo, aunque el papel de su esposa
en la toma de decisiones es cada vez menos disimulado. Ortega empezó como un
joven guerrillero, un émulo del che, y en los ochenta era uno de los nombres
que iban de boca en boca por parte de los izquierdistas europeos, que, veían en
el sandinismo la perfecta encarnación de la lucha del pobre contra el rico. La
presencia de la “contra” financiada por EEUU, el escándalo del Irán-contra-gate
y las revelaciones de Oliver North al respecto supusieron el fracaso de la
insurgencia patrocinada por EEUU y la consagración global del sandinismo como
un movimiento libertario. El gobierno sandinista era, sin embargo, poco más que
la copia del modelo castrista, una dictadura vestida con otros ropajes, pero
igual de férrea, sólo que al mando de un país y sociedad mucho más pobre y
aislada que la cubana. Con esos mimbres era lógico pensar que Nicaragua no iba progresar
mucho y, en efecto, año tras año, aparecía en las listas de los países más
pobres del mundo, sin experimentar avances de ningún tipo. La ausencia de
violencia organizada sacó a esa nación de los informativos y sólo cuando había
elecciones algunos enviados especiales volvían a la Managua que recordaban como
revolucionaria para narrar una nueva y aplastante victoria de un Daniel Ortega
al que se le iba poniendo cara de dictador latinoamericano, un rictus que
parece ser inevitable cuando uno de esos personajes siniestros organiza un
desfile para celebrar su particular “fiesta del chivo”, que diría el gran Vargas
Llosa. Y entre medias, nada. Algunas noticias trascendían sobre la presencia de
inversores chinos en el país y su proyecto de un canal alternativo al de Panamá
aprovechando las aguas del lago Managua, pero poco más. Hace unos meses
Nicaragua volvió a ser noticia, se imaginarán que por algo violento. Lo que empezó
como una revuelta contra una subida de impuestos en forma de cotizaciones
sociales más altas se ha convertido, con el tiempo, en todo un enfrentamiento
civil entre partidarios y detractores del régimen de Ortega, convertido este último
en un dictador fantoche que, como todos, se ve abocado a disparar a su pueblo
para conservar el poder, que es lo único que le importa, aunque eso suponga
muerte, destrucción y pobreza en su país. Ortega tuvo hace unas semanas unos
gestos de acercamiento a la oposición, no se si por presiones externas o no,
pero sólo fue una táctica para ganar tiempo y, puede, desorientar a los
enemigos. Tras ello ha vuelto a la táctica de la mano dura, el disparo, el
ataque y la represión. Hoy
Masaya, una de las localidades en las que prendió la mecha contra el régimen,
está asediada por fuerzas militares leales a Ortega y, no lo duden, dispararán
cuando reciban la orden del dictador para hacerlo. Y matarán.
En
las memorias de Sergio Parra, que he leído hace pocos meses, se percibe un
desencanto profundo, una angustia fruto de la rotura de un sueño al que entregó
los mejores años de su vida o, al menos, los más juveniles. No es raro el caso
de Parra, porque a demasiados bienintencionados les sucede que son manipulados
por los listillos, los Ortega de turno, que saben que les necesitan para
alcanzar el poder pero que luego, instalados, en él, todos los demás son
prescindibles. El futuro de Nicaragua se antoja tan pobre y triste como su
pasado, y la esperanza de su población, la de vivir en libertar, se ahoga en
otra dictadura latinoamericana que no tiene nada de novedoso respecto a tantas
que en el pasado fueron.
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