Ayer,
al llegar a casa, cubrí el infinitesimal porcentaje de duda que me quedaba al
comprobar que nada había en ella, y que la sustracción del móvil era realmente
eso, y no un descuido. Tras emitir el típico suspiro de pena que le entra a uno
al descartar la posibilidad positiva, que aunque sea ínfima tanto se valora,
cogí la caja del móvil hurtado y me fui a la comisaría de policía del barrio, a
dos paradas de metro de distancia, para poner una denuncia, aunque me temo que
no servirá de mucho. Encontré el complejo policial, que era mucho más grande de
lo que imaginaba, y estuve a la espera un rato antes de declarar lo sucedido y
hacer trámites.
El
edificio era ochentero, en la estética exterior y, sobre todo, interior, y la
sala de espera en la que tuve que estar un tiempo largo era asimilable a la de
un dispensario médico o cualquier otro espacio púbico de esos en los que el
tiempo se detiene. Cuando llegué éramos cuatro las personas que estábamos en la
habitación, y en mi espera tres de ellas se fueron y otras tres llegaron. La
escena que resume todo lo que pasó en ese tiempo es la que, hoy en día, se da
en todas partes. Todos los presentes consultaban en casi todo momento su móvil,
tecleando o pasando pantallas, quizás de juegos, de redes sociales o vaya usted
a saber de qué. Por motivos obvios, yo era el único que no presentaba ese
comportamiento, y resultaba extraño, me veía a mi mismo como ajeno, rodeado de
personas que desarrollaban, de manera completamente individual, aisladas hasta
el extremo, un comportamiento de lo más gregario. Había una persiana veneciana
descolgada de lo alto del marco de la ventana que llegaba hasta la altura de la
silla en la que estaba sentado y, sostenida por cables que la sujetaban a lo
alto, me ofrecía la posibilidad de jugar un poco con ella, dándole algún empuje
de vez en cuando y observando así su bamboleo pendular. Mirando la persiana ir
y volver, suavemente, en silencio, pensaba en el móvil, no tanto en el mío ya
perdido, sino en su poder. Creo que se han publicado algunos estudios al
respecto, a buen seguro que certeros, pero no son muy necesarios. Quizás sea el
móvil el mayor acaparador de tiempo y atención que existe en nuestro mundo, la
tecnología que más intensamente ha logrado penetrar en nuestras vidas, y hasta
una profundidad inimaginable. Hace años, no muchos, la escena de la espera
sería igual de aburrida que ahora, y probablemente tan improductiva, pero
resultaría variada. Quizás fuéramos más de uno los que mirásemos a las
musarañas, alguno a lo mejor leería, o vaya usted a saber. Hoy en día el
comportamiento se ha condicionado completamente a la existencia del móvil y a
su omnipresencia. Transportes públicos, parques, reuniones de amigos, eventos
sociales… piense por un momento en cualquier actividad de su día a día o
espacios públicos que comparta con otras personas y párese a pensar cuánto del
tiempo que pasa en ellos lo emplea delante de la pantalla de su móvil, y cuál
es el comportamiento de los que le rodean, que a buen seguro será bastante
similar. ¿Esto es bueno o es malo? De momento lo único seguro es que “es”, se
da, se produce, y no se cuáles son sus consecuencias ni la valoración moral que
me provoca. Me apena ver cómo conversaciones y encuentros son constantemente
interrumpidos por tonos de aviso de las infinitas aplicaciones con las que
cargamos, que no son sino la extensión, elevada al infinito, del ring del teléfono
de toda la vida que, cuando sonaba, interrumpía ya lo que estuviéramos
haciendo. El teléfono antiguo ya tenía prioridad sobre todo. No lo portábamos,
y eso nos libraba de su imposición permanente. Ahora el móvil se usa para todo,
incluso a veces para llamar. Y su imposición es para casi todos un gusto, una
necesidad.
El
trámite de poner la denuncia fue rápido, sencillo y sin contratiempo alguno. Me
atendió un chaval más joven que yo y, a buen seguro, mi caso le pareció de lo más
rutinario y menos desagradable que puede pasar en una gran comisaría de policía,
donde las malas noticias “de verdad” serán su pan nuestro de cada día. Un par
de firmas del atestado, una hoja impresa como comprobante y ya está. Salí de
allí con la hoja de resguardo del acto administrativo, a sabiendas de que
apenas hay posibilidades de que el terminal aparezca, y hoy, muy a mi pesar, me
tendré que comprar uno nuevo, con lo poco que me gusta gastar dinero en estos
aparatos. A ver si dura más que el anterior y, cuando me deje, sea por
senectud, no por extravío o manos ajenas.
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