Ayer,
a los noventa años, falleció José María Setién, el que fue obispo de la diócesis
de San Sebastián durante cerca de tres décadas y, sin duda, la figura más
poderosa del clero vaso en todo ese tiempo y el que vino después. Y poder en la
iglesia vasca, hasta hace nada, quería decir poder de verdad, sin adjetivos,
del que se ejerce y genera respuestas, pleitesías y sumisiones. Nada sucedía en
la iglesia vasca sin que Setién lo supiera y aprobara, y nada era permitido
fuera de su idea de iglesia, de sociedad y de, por supuesto, patria. Llevaba
alzacuellos Setién, sí, pero sobre todo portaba una ikurriña tatuada en su
corazón y un deseo independentista.
A
todos nos escandalizan esas imágenes en las que, en un blanco y negro que no
sirve para dulcificarlas, vemos a unos obispos entronizando a Franco como
glorioso caudillo vencedor de una reconquista imaginaria, paseándolo bajo palio
y ejerciendo de lacayos de un militar que ganó una guerra y dictó un país. ¿Qué
clase de fe juraron cumplir esos abades? ¿Cuál era su evangelio? De una manera
similar, sin imágenes tan duras, pero con el mismo fondo, durante décadas la
iglesia vasca sustituyó el nacional catolicismo por el nacionalismo católico. Curas
de mayor o menor rango se fueron haciendo fuertes en los movimientos que
luchaban contra el régimen y apoyaron a ETA y sus ramificaciones como estandarte
de una lucha liberadora en la que creían, desde luego mucho más que en
cualquier mensaje evangélico. El fin de la dictadura, la transición y la
democracia no significaron nada para ETA y, desde luego, tampoco para muchos de
esos religiosos, que seguían viendo con simpatía a los luchadores de la patria
soñada, y que no dudaban en lo más mínimo en mostrar el vacío, el desprecio, la
ignorancia, ante las víctimas y sus familiares. Y Setién, desde lo más alto de
su púlpito y cargo, encarnaba perfectamente ese papel. Autor de discursos y libros
alambicados, densos, llenos de palabrería en los que la ética aparecía sin
cesar como hilo conductor, sus palabras eran el muro tras el que se ocultaba el
fanatismo del que cree que para lograr sus fines no importan las almas de
aquellos que se les oponen. Hubiera sido Setién uno de los grandes en los
tiempos de la inquisición, pero quiso el destino que le pillara muy tarde para
los autos sacramentales. En su lugar, bendecía al nacionalismo más extremo,
disculpaba a los terroristas y sus cómplices, constantemente establecía una
equidistancia entre aquellos que mataban y los que los perseguían, como si
fueran los dos ladrones crucificados a los lados del magnánimo pastor, al que él,
por su puesto, encarnaba. Y no dejaba de arengar a las masas nacionalistas,
para que persiguieran su sueño y no descansasen nunca. Junto con Xabier
Arzallus, encarnó la simbiosis perfecta entre el poder terrenal y el supremo en
un nacionalismo, el vasco, imbuido de clericalismo hasta límites absurdos y en
una sociedad, la vasca, en la que la palabra de un sacerdote era más poderosa
que la de mil personas, fueran estas quienes fueran. Setién se hizo con un
enorme poder y lo uso mal, no sólo mal. Lo uso de manera pecaminosa, violando
todo aquello que, en algún momento, juró creer. Como los curas nacional
catolicistas, como aquellos que son detenidos por abusos, Setién fue un
religioso que abusó de una parte de la sociedad para que la otra pudiera dominarla.
Y nunca, nunca, mostró arrepentimiento alguno por sus hechos.
Hoy
en san Sebastián habrá un funeral de los de gran boato, pompa y ceremonia, con
una catedral llena y muchos en ella, mostrando condolencias y pena. Durante
muchos muchos años en esa iglesia, y en otras tantas de su diócesis y anexas,
los familiares de las víctimas de ETA no podían celebrar funerales a sus víctimas,
porque no se les dejaba. Esa iglesia, vasca y española, que hoy entonará duelo,
pegaba simbólicamente el último disparo al cadáver del asesinado, mostrando así
el desprecio absoluto por él y los suyos, que no eran sino unos traidores a la
causa de la liberación nacionalista. Versioneando la palabra, vale más una lágrima
derramada en la soledad por una de esas víctimas que todas las que hoy se den
en una abarrotada catedral, en la que Dios, si existe, hace tiempo que dejó de visitar.
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